LEYENDA DE TIERRA NEGRA
Una vez arriba, desde la cima, El Montañés pudo contemplar entre halos de niebla la emblemática Shamphuroa, una de las siete ciudades sagradas, la dedicada al Trueno y consagrada a la enigmática diosa. Entre ambos mediaba una barrera insalvable que la naturaleza dispuso a modo de frontera protectora, les separaba el sobrecogedor cañón de Troujjon, tan profundo que nadie nunca escuchó la caída de una piedra troujja, de reputada dureza. El Montañés se había propuesto esquivar la garganta sin fondo, así que escogió bordearla, aunque ello significase atravesar el bosque de la Tierra Negra, tan espeso como dos noches a caballo, pero no existía otra alternativa. Cuentan que las temibles tribus que habitan el bosque se convierten en árboles cuando llega la oscuridad, pero El Montañés hizo oídos sordos a estas palabrerías y descendió, lomo abajo, a su encuentro. El día acababa de comenzar y no tenía tiempo que perder. Antes, a la entrada de la espesura, desmontó junto al riachuelo para que la yegua bebiera. Luego, se despojó de su vestimenta y, desnudo, embadurnó su cuerpo entero y el de la yegua con una mezcla de barro fresco y musgo. Arrancó dos manojos de muérdago que se colgó al cuello y, una vez guardó las ropas en la alforja, emprendió la marcha haciael interior del bosque…
Desde un principio imprimió un ligero trote a su montura con la intención de extenderse el menor tiempo posible en tan sórdida travesía, prefería no tentar a la suerte y evitar comprobar lo que había de cierto en aquellas diabólicas supersticiones. Agradeció al menos no sufrir los fragores del tórrido sol que caía sobre la zona en esas fechas de bonanza, pero pronto la máscara de barro que les cubría comenzó a agrietarse y, una vez seca, desprendía un cierto olor desagradable, que resultaba incómodo de soportar. Después de haber cabalgado durante toda la mañana comenzó a disgustarle el continuo reino de sombras y humedales que pisaba. Sin desmontar, echó mano de las bayas frescas que guardaba en la alforja y, desafiando al descanso, aprovechó a reponer fuerzas sin dejar de avanzar. A ratos, se inclinaba sobre la montura para zafarse de las ramas bajas que como garras se enredaban y entorpecían la marcha; en otros, el sendero se abría a golpe de machete. A medida que se internaba la vegetación se iba espesando y, así, la tarde instauraba su oscuro dominio de sombras casi de improviso. Supo que le quedaba poco cuando el vuelo raso de un mochuelo amenazó con chocar contra su rostro y, sobre todo, cuando pudo observar el fondo blanco de unos ojos que le vigilaban desde la corteza de un tronco. Entonces arremetió a fondo contra la yegua y espoleó hasta el límite la intensidad de la carrera en una frenética huída hacia la salida del bosque que, ahora, se había transformado en una jauría de árboles salvajes que le perseguían enloquecidos. Una nube de dardos caía a su paso clavándose en la capa de barro endurecido a modo de escudo. El Montañés frotó la yesca sobre el muérdago y, a galope tendido, arrastró las matas incendiadas durante una distancia lo suficiente precisa para extender las llamas a su alrededor. Los árboles bramaban mientras el fuego crecía e iluminaba los rostros de terror de los que ahogaban sus espasmos de muerte entre una nube de polvo y humo. En el último tramo, ayudado por la visibilidad del claro, pudo comprobar que los golpes de machete partían obstáculos y ramas como cabezas y brazos sangrantes, tal era la avalancha de atacantes que se cernían hasta que de un salto veloz, por fin, la yegua cobriza abandonó la frontera frondosa de lo que antes había sido un silencioso bosque.
Atrás quedaba ya la Tierra Negra, pero El Montañés no giró la vista para otear la columna de humo que se elevaba sinuosa. Aún siguió camino adelante, impasible al peligro que acababa de desaparecer tras sus espaldas. Hombre y caballo sin denuedo, continuaron así hasta poco antes de que un nuevo alba pidiera permiso a la hermosa ciudad de Samphuroa para rendir el tributo de su luz a los pies de su diosa sagrada. Para entonces El Montañés ya se había recuperado de la cabalgada, después de un baño y ligero descanso a las puertas de la entrada amurallada y, mezclado entre las gentes del mercado de la ciudad, escrutaba las almenas de las torres altas en busca de una señal propicia que le indicara el tejado bajo que cobijarse en las noches sucesivas.
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*”Episodios Sueltos De Una Leyenda Incompleta”, (c) Luis Tamargo.-
http://soncuadernos.galeon.com/elmontanespdf.pdf
16 comentarios
LeeTamargo -
ME ALEGRO, AMIGA:
LeeTamargo.-
Darilea -
He sentido el trote del caballo.
Un besito.
LeeTamargo -
GRACIAS A TI: LeeTamargo.-
LeeTamargo -
LeeTamargo.-
LeeTamargo -
TE SALUDO, AMIGA:
LeeTamargo.-
LeeTamargo -
LeeTamargo.-
Emer -
Vibrante relato.
Un abrazo
cedrik -
Corazón... -
Emocionante relato, nos transportas al lugar de los hechos. Tienes una manera única de escribir. Enhorabuena.
Saludos.
;o)
Trini -
Un abrazo
LeeTamargo -
GRACIAS A TI: LeeTamargo.-
LeeTamargo -
TE SALUDO: LeeTamargo.-
Zuriñe -
odyseo -
Saludos
LeeTamargo -
OK, ME ALEGRO: LeeTamargo.-
K. -