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LEE TAMARGO

LA LECTURA FANTÁSTICA DE ROAS

LA LECTURA FANTÁSTICA DE ROAS

     Conocido sobre todo por sus aportaciones críticas e históricas sobre la literatura fantástica europea y su repercusión en España, el barcelonés David Roas es también autor de un par de libros de relatos breves –en la línea de lo que se entiende por microrrelatos– a los que se une ahora Horrores cotidianos, conjunto que agrupa un manojo de narraciones de distinta extensión, desde una línea –como la que da título al libro, parodia de una celebérrima muestra de Augusto Monterroso– hasta quince páginas. Las compilaciones de esta naturaleza adolecen, por lo general, de falta de unidad, porque suelen acoger materiales de factura dispar y de épocas distintas. En el caso de Roas, sin embargo, varios factores contribuyen a rebajar este riesgo. En primer lugar, una carga paródica y humorística presente en casi todos los relatos que constituye un marcado rasgo de estilo, aplicado con frecuencia a las grandes creaciones culturales del ser humano, desde la aritmética (“¿Cuánto cuesta un kilo de carne?”) hasta el psicoanálisis (“Mecánica y psicoanálisis”), o desde la literatura (“Alabama”, “Necrológica”) y la teoría literaria (“Homo crisis”) hasta las ciencias naturales (“El Hipocondrio”). De esta mirada irónica no se libran los relatos literarios o cinematográficos de éxito. Así, “Los niños del Ferrol”, presentado como fragmentos procedentes “del diario personal del D. Meninges”, evoca la novela de Ira Levin Los niños de Brasil –y su versión cinematográfica–, en que se narraban unas supuestas actividades en el país americano del doctor Mengele, el “ángel de la muerte” de Auschwitz.
   
El otro elemento unificador de estos relatos, por encima de su diversidad, es algo que el título ya anuncia, y que consiste en que la mayoría de las historias transcurren en ámbitos cotidianos, familiares para cualquier lector –el pésame en un tanatorio, una cena conmemorativa, los agobios de unos padres recientes e inexpertos, un día en la oficina–, y es allí donde se produce la distorsión de la realidad, la rebelión de los objetos (“La conmoción de la máquina”) o la intromisión de lo maravilloso (“Autoridad espectral”, “El espíritu manta”). Algún cuento es la materialización narrativa de una fórmula lingüística (“Menos que cero”), y no faltan los homenajes cervantinos de signo distinto, como “La última aventura” o “La culpa fue de Jack London”, cuento éste narrado por un perro. Como cierre, “Palabras” habla de un escritor que acaba de morir y ha dejado multitud de anotaciones y manuscritos incompletos acribillados de tachaduras y correcciones que delatan “su lucha con las palabras, tratando de hallar, de recordar su estilo y de poder expresar su desesperación por ello” (p. 138). Una anotación apunta: “Hoy he examinado los relatos que concluí tiempo atrás. Tampoco me reconozco en ellos” (p. 139). Pero el escritor fallecido respondía al nombre de David, y entre sus obras se recuerdan las tituladas Los dichos de un necio, cuyo autor es David Roas, y Horrores cotidianos, que es el libro a cuyo final asistimos. La obra se vuelve de este modo hacia sí misma, en una inteligente pirueta que unifica en un todo el conjunto anterior y que el lector interpretará tal vez en clave confesional.

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  *(Extraído de un artículo de “El Cultural”, por Ricardo Senabre, Junio, 2007).-

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LA OCTAVA PLANTA

LA OCTAVA PLANTA

    Sin dejar de apuntarme a la cara con su dedo, la voz de mi amigo se tornó casi confidente, pero firme...

-...Y no preguntes, ¿oyes? Tu misión aquí consiste en bajar y subir con los clientes, nada más... Obedece al mayordomo jefe en todo, no olvides llevarte el uniforme el viernes y volver a traerlo el lunes, ¿oíste?...

-De acuerdo... -musité, mientras mi compañero desaparecía tras la puerta giratoria del hotel sin volverse hacia atrás.

   En verdad que debía estarle agradecido pues con su favor me brindaba la oportunidad de sustituirle en su período de vacaciones, como en anteriores ocasiones, y así enriquecer mi maltrecha economía necesitada de una estabilidad más perdurable. En los otros hoteles tuve ocasión de familiarizarme con su puesto de recepción, pero esta vez lo novedoso de la tarea consistía en acompañar a los clientes en sus idas y venidas en el ascensor. En apariencia, una tarea fácil y cómoda, aunque no exenta de una monótona fatiga como enseguida tuve ocasión de comprobar.

    Mi antiguo amigo me había asegurado que desde su cambio al nuevo hotel había mejorado de categoría y, en principio, lo achaqué a las cinco estrellas que destacaban en el rótulo. Una vez dentro, comprendí que aquellos anchos espacios marcaban la diferencia con los hoteles precedentes y, sobre todo, el mero hecho de que el ascensorista hubiera de trabajar uniformado.

   Desde la terraza de la décima planta podía contemplarse una panorámica sobre la bahía de la ciudad; las oficinas y dependencias administrativas ocupaban la novena planta. De la tercera, descendieron las hermanas Kossack, un par de gemelas nonagenarias que podían permitirse el lujo de residir permanentemente en el hotel. El restaurante se encontraba en la primera planta, y en la segunda los salones para convenciones o reuniones. En el cuarto piso estaba la sala destinada a los enseres de la limpieza y allí también se había habilitado un hueco para el vestuario del personal. Se podía intuir que uno había llegado a la planta quinta por el pestilente aroma que dejaba en el ambiente el hilo de humo de los puros del señor Bruhnin, siempre trajeado y de elegantes maneras. Y de la sexta, sobre todo, temía el escandaloso tropel de muchachos excursionistas que en desordenada algarabía vociferaban y competían con sus alaridos y risas estridentes. El trajín en el hotel resultaba incesante y se renovaba a diario con nuevos clientes. Me fijé en especial en la bella chica que recogía en la séptima planta y que destacaba por su porte distinguido, un ceñido vestido la entubaba de lentejuelas hasta los pies, pero dejaba al descubierto unos hombros contorneados, casi perfectos... Seguí con los ojos cerrados el sugerente rastro que desprendía su perfume, pero desperté brusco a la realidad, fustigado por lo insólito de un detalle recién descubierto. Acababa de percatarme que nadie bajaba ni subía de la octava planta... Sí, en los pocos días que llevaba allí no conocía a nadie que se alojara en ella. A la hora del almuerzo, libre de pasajeros, decidí investigar el misterioso hecho. Mi zozobra se tiñó de inquietud, el ascensor pasaba de largo de la séptima a la novena o viceversa, sin obedecer el mando. Lo comenté a las chicas de la limpieza y entre los botones que, con esquiva extrañeza, no atinaron a darme explicación alguna.

   Aquel viernes el mayordomo jefe me acompañó durante toda la tarde en el trayecto del ascensor. Casi al acabar la jornada me aseguró que no hacía falta mi presencia en el hotel durante la semana siguiente y que, debido a mi carácter amenazante, podía darme por despedido. Iba a rechistar, pero recordé las palabras de mi amigo y, por respeto, callé. Recuerdo igualmente su teatral transfiguración cuando quise contarle lo sucedido a su regreso.

-Estás loco si crees que con amenazas o insultos vas a provocarme. Ya me lo contó el mayordomo jefe. Me equivoqué, no quiero nada contigo...

   Después de tanto tiempo un nudo de perplejidad aún acompaña mi desolada decepción. Resultan curiosos los avatares que esconde el destino. Por fin encontré mi camino, hoy trabajo y viajo por las comarcas de la zona norte. Eso sí, nunca me alojo en un hotel de más de cuatro plantas...

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*Es Una Colección "Son Relatos", (c) Luis Tamargo.-

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EL DUENDE PARTICULAR

EL DUENDE PARTICULAR

     Al doblar la curva del río, entre la espesura de hayas, hay una gran piedra plana, redonda, semiroída en uno de sus cantos. Sentado en ella, apoyado sobre la cagiga milenaria puede contemplarse el río. El agua juega y arremolina espuma entre los surcos de las rocas enmohecidas. Un hilo de luz se asoma por el techo de hojas y, desde arriba, dibuja un arcoiris en la orilla, un manto multicolor que envuelve al hada del arpa, que danza y deja bailar sus dorados cabellos al sol, rodeada por un séquito de diminutos duendes, numerosos y curiosos, que se acercan y rodean la gran piedra plana. Algunos, de nariz arrugada, son feos y se esconden detrás de los árboles. El más bello se acerca y mueve los labios. No me habla, pero le escucho y, mientras se acompaña de suaves movimientos y ademanes delicados, me explica que lo veo porque soy niño. Se llama Particular, respondiendo a mi pregunta y continúa explicándome que él es el duende que me corresponde. Sí, de acuerdo al carácter de cada uno nos acompaña uno u otro duende y, por un instante, suspiro aliviado de que no sea uno de los que se ocultan tras las peñas. Con gestos elegantes se da prisa en aclararme que no somos niños siempre, que luego crecemos y es natural que así sea, pero que perdemos el alma niña y nuestro espíritu queda enturbiado por el tiempo. Después, un día, cuando contamos el secreto desaparece finalmente el hechizo.

   Aún resuena el eco del duende en mis recuerdos. A la entrada del río, hoy, un cartel de grandes letras se anuncia: "Se Vende Finca Particular"… Lleva ahí tantos años como los que yo anduve fuera del hogar. Ahora sé que no existe riqueza alguna capaz de comprar lo que ese bosque esconde. Y si lo hubiera, andaría igualmente sobrado de ignorancia al desconocer el verdadero valor de tesoro tan incalculable.

   Hoy espero al otro lado del puente y, desde la orilla, a veces veo llegar algún niño que regresa por el camino vecinal, junto al río. No parecen ni tristes ni alegres… Son sólo niños, verdaderos niños que el río contempla a su paso.

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*Es una Colección “Son Relatos”, © Luis Tamargo.-

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Leer a SIRI HUSTVEDT

Leer a SIRI HUSTVEDT

 

    En esta entrevista, la escritora Siri Hustvedt habla de su nueva novela, “Todo cuanto amé”, y de la relación con el novelista Paul Auster, su célebre esposo:

 

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 -¿Por qué este cambio de narrador tan brusco respecto a sus novelas anteriores?

-Bueno, ahora que está tan de moda hablar de la “edad interior” de cada persona, con mi marido solemos bromear que la suya nunca superó los 30 años ¡y que yo siempre tuve más o menos 80! No, en serio, fue una dificultad técnica consciente. Ya había escrito dos veces como una mujer y, en cuanto decidí que el narrador fuese un hombre, lo hice viejo, porque yo siempre me he sentido muy mayor, desde chica. Lo hice judío porque la historia transcurre en un momento particular de la cultura norteamericana y yo quería que él fuese hasta cierto punto un extraño, por ser judío y por haber nacido en Europa en 1930. Es decir, buscaba como narrador un personaje que no se sorprendiese demasiado de que las cosas más terribles puedan pasar en este mundo. Leo toma, a lo largo del libro, el punto de vista del observador, un observador que además es un exiliado. Además, mi madre vivió durante la ocupación nazi de Noruega y siempre me he sentido relativamente cerca de la sensibilidad europea a raíz de eso.

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 -¿Y por qué un libro tan triste?

-Porque quería mostrar que es imposible conocer de verdad a otra persona. Yo siento ese misterio todo el tiempo, pero a mí no me resulta triste. Una vez que uno lo acepta, el camino como pareja se vuelve tanto más excitante. Hay algo oculto en Bill, oculto incluso para él mismo, pero su matrimonio es un matrimonio de amor genuino. Parte del erotismo para Violet consiste, justamente, en que ella nunca logra comprenderlo del todo. Las relaciones que fallan muchas veces tienen que ver con un sentimiento falso de intimidad en personas que creen que pueden conocer o predecir todo respecto al ser que aman. Y eso nunca pasa.

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 -Usted confesó que el matrimonio de Bill y Violet estaba basado en el suyo propio. ¿Paul Auster es Bill Weschler y usted es Violet?

-Yo tengo muy poco en común con Violet. Ella es más bien una mezcla de mujeres que amé y admiré. Pero Bill y Violet tienen un matrimonio de muchos años, muy íntimo, y yo ya hace 22 años que estoy casada, de manera que sé lo que se siente al estar comprometido en todos los planos, incluso el laboral, con otra persona. Paul es un artista maravilloso pero al pensar en Bill no pensaba en mi marido. Bill es un artista plástico, físicamente más grande y aunque es elocuente, ¡ni se acerca a lo elocuente que es Paul cuando se pone a hablar o escribir! De una manera muy sutil, algunas de las obras de arte que inventé para Bill comparten características con la escritura de Paul. Hay un homenaje a “Ciudad de cristal” y reconozco que el tema del hambre en el arte de Bill recuerda a “El palacio de la luna”. Pero esto no es un guiño al lector atento para hacerme la interesante. Cuando uno vive más de veinte años con otra persona, inevitablemente lo cotidiano o lo conversado pasa a formar parte de las propias creaciones.

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 -En la novela Leo se la pasa reorganizando su cajón de recuerdos. ¿Es una metáfora?

-Hay muchas maneras distintas de contar una misma historia. Cuando Leo juega a reorganizar los objetos en su cajón, es como si estuviese creando relatos alternativos a través de la asociación. La memoria es como la narrativa misma y no siempre es una narrativa verdadera. Finalmente editamos la memoria a través del lenguaje.

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 -¿Qué nos quería decir a los lectores respecto al sentimiento de pérdida?

-Yo creo que el sentimiento de pérdida es parte de la vida y ciertamente, parte de la literatura. Claro que hay distintas maneras de encararlo. Para mí era importante que el lector, al terminar el libro, no se deprimiese, porque insisto en que no creo que sea un libro depresivo. Leo, el narrador, mantiene intacta su capacidad de amar a pesar de las cosas que le pasan. En una reseña que apareció en un diario norteamericano, alguien escribió que al final del libro la tristeza se siente como un triunfo, en el sentido de que resulta liberadora. Eso era exactamente lo que yo quería.

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 -¿En qué sentido es éste su libro más “maduro”?

-En los anteriores trataba temas específicos, como la ambigüedad del sentimiento, las relaciones de poder y la experiencia de ser mujer y vulnerable. Pero los misterios de la familia o el amor, la pérdida, la tristeza son temas que no había explorado hasta ahora. Hay escritores que se desarrollan antes, pero para mí fue imposible abordar este material antes de llegar a los cuarenta años.

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 -¿Es muy difícil ser escritora y la mujer de Paul Auster?

-Paul y yo nos conocimos hace más de veinte años, cuando ambos éramos completos desconocidos. El estaba escribiendo entonces “La invención de la soledad” y yo escribía poemas y trabajaba en mi tesis doctoral. Si bien él había escrito poemas y ensayos antes, toda su carrera como narrador corresponde a nuestro matrimonio. Así que yo sufrí los 17 rechazos que sufrió, por parte de los editores neoyorquinos, “Ciudad de cristal” (obra, que para mandarme la parte un poquito con mi marido, hoy está traducida a más de 40 idiomas). Creo que como hemos compartido los momentos buenos y los malos -pésimos- de nuestras carreras literarias, para ambos, esos avatares son tan naturales como respirar.

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 -¿Se leen y corrigen uno al otro?

-Sí, pero de maneras muy distintas. Paul me lee lo que escribe más o menos cada quince días en voz alta. Cuando termina una sección o capítulo, me pregunta mi opinión. Reconozco que la mayor parte de las veces me encanta lo que escribió. Pero cada vez que le hice algún comentario o recomendación, lo tomó en cuenta. Conmigo es más difícil. Me toma muchísimo tiempo hacer un borrador, y para esta última novela, él habrá leído cuatro borradores distintos a lo largo de seis años.

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  -¿Fue Auster quien la impulsó a ser novelista?

-Yo sabía que quería ser escritora mucho antes de conocer a Paul, desde los catorce años diría. Crecí en un pueblo chico de Minesota. Una vez me hicieron una nota en el periódico local, como “la adolescente de la semana”, donde anunciaba muy pretenciosamente que iba a ser una “autora”. A lo largo de todo el secundario escribí poemas y si bien no me publicaron nada hasta que comencé mi doctorado, entonces arranqué con suerte: el primer lugar donde envié un poema fue Paris Review y salió inmediatamente. La prosa vino después. Lo que ocurrió fue que yo leía mucha poesía de los grandes autores. Me parecían tan geniales. Y, de pronto, cada línea que yo escribía me empezó a parecer insoportablemente mediocre en comparación. Así que me taré y no pude seguir. Un profesor y amigo de la Universidad de Columbia me recomendó que hiciera escritura automática, como los surrealistas, que me sentara y escribiera sin parar, sin importar qué saliese. La misma noche que me lo dijo escribí treinta páginas. Pero nunca más fueron de poesía.

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 -Usted es también crítica de arte. ¿Qué diferencia hay entre escribir un ensayo y escribir una novela sobre arte y artistas?

-A lo largo de seis años trabajé en esta novela que tiene, como un elemento central, arte ficticio creado por un artista que es un personaje de ficción. Desde su publicación he hablado con diversos lectores que me han dicho que, al leerla, ellos podían ver las obras de Bill Weschler y las recordaban claramente. Yo las veía también, claro. El desafío era hablar sobre ellas como cuando escribo sobre obras que existen en la realidad, salvo por el hecho de que no podía contar con reproducciones que me ahorraran parte del trabajo. Aunque el texto da suficiente información para construir una imagen mental de cada obra, el lector debe contribuir con lo que falta. Cada persona ve algo ligeramente distinto, y así se vuelve un participante activo en la creación del arte del libro. Es un sentimiento de unión maravilloso que sólo puede darse en la ficción.

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 -¿Las obras del libro son las que a usted le hubiese gustado crear?

-Aunque me hubiese encantado poder materializar algunas de las obras que se me ocurrieron al escribir la novela, yo era consciente de que en el mundo del libro éstas pertenecían a otra persona, no a mí, y que provenían de las regiones más recónditas de su vida interior. También sabía que Leo, mi narrador, al hablar sobre ellas enfocaría los aspectos de su interés particular, que la suya nunca sería mi descripción. Nadie puede verlo todo en el arte y toda visión es tan parcial como cualquier oración descriptiva, porque todos somos un poquito ciegos y, cuando contamos una historia, dejamos partes afuera. Por eso, yo no creo en eso de que una imagen vale más que mil palabras. Si el lenguaje orienta la visión y las palabras crean imágenes, entonces el viejo cliché no puede sino caerse a pedazos. Sólo he conocido una persona que insistía en que al recordar a Proust lo que veía eran páginas llenas de palabras. ¿Y sabe qué? Sentí algo de pena por él.

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     *(Extraído de “La Nación”, Nueva York, por Juana Libedinsk-2004).- 

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SIEMPRE ES EL DÍA DEL LIBRO



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¡ FELIZ LECTURA, AMIGOS/AS !

 

 

Leer RELATOS

Leer RELATOS

    Me hago eco de una buena idea llevada todavía a un mejor proyecto, la que Miguel Angel Muñoz ha tenido a bien celebrar en su página "El síndrome de Chejov". Se trataba de elaborar una votación de los mejores libros de relatos de los últimos 25 años y es de destacar la participación -ni alta ni baja, sino entusiasta y verdaderamente participativa- y la recopilación de títulos diferentes, casi rescatados del olvido, variados y variopintos, tanto como los gustos o preferencias de quienes aman este género único -ni breve ni largo, sino intenso- del relato. De hecho, no pude resistirme y también dejé mi aportación. La lista de libros y autores surgida de este bombardeo colectivo merece la pena. Sin duda son lecturas pendientes para este arte narrativo tan poco valorado por estos lares, es decir, como habitualmente ocurre con todo lo bueno. Aunque nunca está dicha la última palabra, he aquí el resultado final:

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1º- “Catedral”, de Raymond Carver (1983).
2º- “Velocidad de los jardines”, de Eloy Tizón (1992).
3º- “Llamadas telefónicas”, de Roberto Bolaño (1997).

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…Pero mejor os remito al sitio:


http://elsindromechejov.blogspot.com



¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !

ESCRITORES DE HOTEL

ESCRITORES DE HOTEL

    Si leer es viajar, del mismo modo un libro puede ser el refugio donde descansamos de las ocupaciones, del paseo o de la excursión, de la ruta o rutinas que nos llevan y nos traen, dejándonos exhaustos de aprender, enganchados a un goce sin igual, que nos permite detenernos, encontrarnos y reponer fuerzas...

  Fue Bertolt Brecht quien escribió que “habitar en un hotel significa concebir la vida como una novela”. Tal vez sea ese el motivo que ligue a los escritores con los hoteles con un lazo más estrecho y que, en un toque distintivo, los convierta en una especie de santuario literario, en algo más personal y significativo que una mera necesidad de tener donde retirarse durante el viaje. Algunos escritores buscaron a propósito rincones donde perderse a la búsqueda de un exotismo inspirador, como Rimbaud, Joseph Conrad o Agatha Christie. Para otros, sin embargo, fue vestíbulo de espera, tránsito más o menos temporal, refugio de encuentros y desencuentros, de soledad solitaria o compartida; incluso de etapa final...

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  Agatha Christie descubrió Siria siguiendo a su marido, el arqueólogo Max Mallowan. Cuando llegó a la ciudad de Alepo, en el norte sirio, quedó cautivada por la historia de la ciudad más antigua del mundo que siempre ha estado habitada, y donde circula el dicho de que "un día pasado fuera de Alepo es un día que no cuenta en la vida". En los paseos de la escritora por el zoco de la ciudadela se fraguaron famosas obras: "Asesinato en Mesopotamia", "Cita con la muerte", "Intriga en Bagdad" o "Asesinato en el Orient Express". Se alojaba con su marido en el Hotel Baron, el mismo en el que también lo hizo Lawrence de Arabia, uno de los más lujosos de Alepo entonces, aunque hoy no tanto.

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     En la habitación 510 del Hotel Sevilla Biltmore, Graham Greene hizo citarse a dos personajes de "Nuestro hombre en La Habana"; también en el Hotel Ambos Mundos de La Habana se alojaban Ernest Hemigway y Graham Greene: “Nos íbamos por el restaurante Floridita hacia los burdeles y la ruleta del casino”, recuerda Greene, quien también se basó en el Galle de Sri Lanka y en el Hotel Continental de Saigón, para los escenarios de su novela "El americano impasible".

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    Francis Scott Fitzgerald se estableció en el Hotel Grove Park Inn, en Asheville, Carolina del Norte, donde además de entregarse a sus quehaceres de escritor, llegaba a beber hasta treinta cervezas al día. Fue en el Courtrai de Bruselas, donde el poeta francés, Paul Verlaine intentó matar a Arthur Rimbaud, su amante. En el Hotel Sommer Badenweiller, en Alemania, murió Antón Chéjov, pero antes pidió una copa de champán: “¡También lo pidió Oscar Wilde! Siempre he vivido por encima de mis posibilidades”, dijo.

    El último viaje de Cesare Pavese tuvo lugar en el Hotel Roma de Turín, que siempre será recordado por su suicidio: “Perdono a todos y pido a todos que me perdonen”, dejó escrito en una tarjeta.

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     ¡ FELICES LECTURAS, AMIGOS/AS !

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A LA DERIVA

A LA DERIVA

    El contorno costero había desaparecido de la línea, ahora limpia, del horizonte. Había navegado sin descanso, obsesionado por perder de vista cualquier atisbo de tierra firme. Aquel año el curso había sido demasiado intenso e, incluso, su padre se había excedido en su exigencia por no desaprovecharlo insistiendo de continuo en la parte del futuro que estaba en juego. Por eso, todo el objetivo de aquellas vacaciones era relajarse distendidamente hasta la saciedad y, así primero, había que aislarse de todo ruido que sonase a recuerdo de hábito rutinario. Para ello cogió el velero de su padre y salió mar adentro. No dijo nada, tan sólo dos días y volvería, renovado. Esa noche el mar también dormía y balanceaba el balandro con su mecer calmo.

    Sin embargo, como en otras ocasiones, aquel maldito juego mental no le dejaba conciliar el sueño. Lo achacó a la influencia cercana de las obligaciones cotidianas, de las que aún no había logrado desembarazarse en su totalidad. Ahora que necesitaba descansar y dormir era cuando se le planteaban a modo de desafío aquel tipo de dilemas que le hacían perder el tiempo, pero imposibles de eliminar a su pesar. El reto en sí era sencillo… Había dedicado la tarde a practicar nudos en cubierta, mientras las velas se dejaban llevar por una brisa suave y generosa. Practicó los nudos marineros que ya conocía, se ató un brazo, las piernas, utilizó también las cornamusas y, a la vez, aprovechó para intentar aprender algún otro nudo nuevo. Y ahora, en vez de descansar, aquella pesadilla sin fin le debatía en si un hombre atado por el tobillo a un cabo que arrastraba un velero, empujado por el viento, tenía posibilidad de salvación. Para él no había problema pues, incorporándose para agarrarse el pie y alcanzar el cabo, sólo había que jalar la cuerda con uno y otro brazo hasta subir a cubierta. Sin embargo, otra voz en su cabeza le intranquilizaba con la posibilidad de que la creciente velocidad del velero, impulsado por fuentes vientos, resultaba proporcionalmente superior al esfuerzo necesario del hombre, no para alcanzar su pie y el cabo, sino incluso para poder incorporarse. Ante tal impetuoso avance el hombre, incapaz de reaccionar y moverse, vería cómo el cielo desaparecía bajo el mar, hundiéndose entre bocanadas de agua.

    En la mañana del día siguiente el helicóptero, desde arriba, logró atisbar el velero y dio parte a Comandancia Marítima. Por fin, la lancha guardacostas encaminó su rumbo al barco desaparecido durante dos días. Ya antes, su padre había avisado, preocupado por la tardanza. Al llegar a la amura de babor, los guardacostas encontraron un cabo atado a bordo del que pendía el cuerpo del joven, por un tobillo, semihundido y ahogado en el mar. Es una peligrosa maniobra, parecieron decirse con su mirada mientras rescataban el cadáver del agua. Un cambio imprevisto del viento puede jugar una mala pasada, lo saben todos los marinos. Una trasluchada de popa golpea al tripulante, desprevenido, que pierde el equilibrio y cae al agua, quedando así a merced del oleaje mientras su barco sigue alejándose… Pero, ¿por qué llevaba atado su tobillo aquel muchacho…?

   El mar silencioso callaba sus olas entre los reflejos luminosos del sol que nacía. Como si el viento anduviera escondido ni siquiera había brisa y las velas flameaban al sol, quietas.

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* Es una Colección “Son Relatos”, © Luis Tamargo.-

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