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LEE TAMARGO

Relatos

EN CIERTO SENTIDO

EN CIERTO SENTIDO

    Me di cuenta desde edad temprana, pero el primer recuerdo databa de apenas cumplidos siete años. Había olvidado el regalo de cumpleaños en la habitación de mis padres y, a medianoche, me entró la imperiosa necesidad de tenerlo entre mis dedos. Aquel soldado articulable era una especie de mascota y, desde mi cama, fui el primer sorprendido al comprobarme observando el dormitorio contiguo con toda clase de detalles. Ellos dormían a pierna suelta mientras, asombrado, recorría cada rincón de la estancia, escudriñando todos los pormenores, hasta dar por fin con el juguete, posado sobre la silla.
Años más tarde, en el Instituto, tuve una experiencia singular con la profesora de idiomas, una mujer de porte elegante que compaginaba perfectamente con aquel obsesionado interés suyo por la correcta dicción. No dejaré de reconocer que su atractivo repercutía en los maleables moldes de un muchacho en pleno proceso de desarrollo, vamos, que me gustaba. Quizás influido por ello, por sus maneras o por el perfume y la exquisitez de ropas con que se ataviaba, en una ocasión, pude contemplarla también durmiendo junto a su pareja, un señor gordinflón de acicalada barba. Su dormitorio, de aspecto pulcro, respiraba un aroma de esencias. Acabé el curso con la mejor puntuación en su asignatura y, además, con la felicitación de la propia profesora, sí, una perfecta señora. Para entonces era ya consciente de que podía entrar en otros sitios, aunque sin saber muy bien lo que hacer una vez allí; me fascinaba poder contemplar el lugar, los objetos, los gestos imperceptibles del rostro o los movimientos del cuerpo. Había aprendido a moverme, superado el desconcierto inicial. Podía ver mis manos y escuchar, pero resultaba imposible tocar nada, siempre que lo había intentado había terminado por despertarme de forma brusca y sudoroso, así que opté por el disfrute inocuo de la situación. Posteriormente, me fue de gran utilidad para el trabajo la información proporcionada por tan particular habilidad… Recuerdo a aquella directora general que no hacía sino extorsionar los esfuerzos de sus empleados, con la velada amenaza de que un hogar que se precie semejaba los mismos sacrificios que la empresa. Sin embargo, mis sospechas iban cobrando forma pues nunca logré introducirme dentro de su alcoba. Aquella mujer nunca durmió acompañada y, tras su caparazón, debía de sentirse de verdad sola.
Con el paso de los años he ido adaptándome a los misteriosos caprichos a los que me somete esta extraña percepción, pues nunca soy yo quien decide el momento o con quién experimentarla. Desde mi cama, como si estuviera dormido, puedo presentarme en otros lugares a millas de allí y observar aspectos inverosímiles de gente, casi siempre cercana a mí por algún motivo desconocido, aunque revelador.
El nuevo Gerente se incorporó hace un mes en unos cruciales momentos para la Compañía y, para mí, necesitado de esa normalidad, capaz de alejar cualquier nubarrón de incertidumbre, sobre todo ahora que acababa de firmar la hipoteca de la nueva casa. Quiero dar a Lena y a nuestro hijo, Tomy, unas comodidades mejores y bien merecidas. Con esa intención, la noche anterior estuvo de invitado en la casa estrenada y de la que me siento tan orgulloso. El nuevo Jefe se despidió a medianoche, había tarea acumulada que adelantar al día siguiente. Pero de madrugada, sin proponérmelo, me introduje en su dormitorio… Jadeaba entrecortado, a pesar de ser joven. Observé el rostro de la mujer de melena rubia que descansaba a su lado, algo mayor que él; las ropas descansaban esparcidas por el suelo sin orden ni concierto… Volví a acercarme a la mujer y, horrorizado, comprobé que se había convertido ahora en una morena, más joven que la anterior. El Gerente resoplaba en camiseta de tirantes, el pijama, arrugado a los pies de la cama, cayó al suelo cuando dio media vuelta… Desperté inquieto, al intentar jalar de la manta, cuando descubrí que la mujer acostada era ahora otra distinta, de pelo castaño corto, que resoplaba casi más que él… Quise advertirle, pero algo no me dejó.
A la mañana, en el desayuno, Lena opinó sobre las incidencias pasadas…
–Se notaba que lo hacía por cumplir, aunque espero que quedase contento.
Sin embargo, fueron las palabras de Tomy las que acertaron a despejar las dudas en cuanto abrió la boca:
–…¿Pero cuántas mujeres tiene ese hombre?...

Su pregunta me dejó perplejo, mientras la madre ignoró la aparente incongruencia. Tomy es un buen muchacho, deportista, está creciendo fuerte; quizás deba estar más cerca de él, ahora que su formación es tan decisiva. Algo me dice que, digno de su padre, aunque nunca antes lo hayamos comentado, en cierto sentido, nos entendemos.

 

*Es Una Colección “Son Relatos”,  © Luis Tamargo.-
http://soncuadernos.galeon.com/pasajeroslupdf.pdf

 

CALLEJÓN PERDIDO

CALLEJÓN PERDIDO

   La noche se rompía con alguna estridente carcajada que escapaba de aquella conversación. Los tres hombres regresaban a altas horas de su pequeña reunión particular, celebraban un pacto que durante largo tiempo habían tramado y que, después de mucho negociar y esperar, ahora, por fin, vería la luz. Nathan era el más joven en años y también, en experiencia. Apenas llevaba seis meses de director general en la Compañía, desde que se jubiló el anterior. Fue requisito indispensable esperar a sustituirle para llevar a cabo el plan; así lo pactó con Ern, a quien conocía de múltiples coincidencias en convenciones, y con quien acabó por cerrar una relación que traspasaba los umbrales de lo profesional. En realidad, la idea partió de Ern y, cuando Nathan fue presentado al señor Sebastián, pudo comprobar cómo aquel proyecto iba agrandándose, igual que una golosa bola en la que invertir el futuro más inmediato e incluso el de más allá. El trato consistía en firmar la compra de ambas empresas en una jugada maestra que sólo les reportaría beneficios, si no perdían de vista que la Compañía del señor Sebastián triplicaba a las de Nathan y Ern juntas. Primero, Nathan debía permitir que Ern comprara la suya y, después de aguardar los dos años que la ley establecía para una siguiente operación, firmarían la venta al señor Sebastián, con lo que ocuparían así el primer puesto en el escalafón internacional de la industria química. En todo momento, a cada uno de ellos, se les seguiría respetando su categoría y rango directivo, condición sine qua non y bajo contrato, según habían acordado en sus secretas negociaciones. La cifra de los miles de millones que esta maniobra les suponía, no tenía parangón con el centenar de puestos de trabajo que habría que eliminar para ajustar el régimen legal a sus propios intereses. Mañana, a primera hora firmarían la venta y, algo cargados de copas, se felicitaban por los nuevos y ricos tiempos que se avecinaban.
Ern soltó otra carcajada de las suyas cuando abandonaron la avenida principal para adentrarse por una de las transversales hacia el casco urbano. Al señor Sebastián se le notaba la experiencia en lo voluminoso de su barriga, más acostumbrada a banquetes de trabajo y digestiones económicas, pero donde siempre había hueco para una oportunidad de engrosar más amistades solventes. Entre risas, Nathan distinguió la figura de un vagabundo próximo a la esquina a la que se acercaban, pero siguió atento al hilo de la conversación. Ern contaba en ese instante un chiste de una enfermera sorprendida por el acoso de un cirujano, cuando Nathan observó la mirada fija y penetrante que el vagabundo mantenía sin titubear y que, con descaro, sostuvo cuando pasaron frente a él… A Nathan le dio la impresión de que sólo le miraba a él; quiso advertir a sus acompañantes, enfrascados aún en la broma, pero no pudo esquivar la atención del vagabundo, que con gesto desafiante parecía increparle…
–La luna no tiene precio, no tiene precio la luna….  –mientras señalaba con su brazo extendido al cielo. De repente, el vagabundo sonrió con una mueca grotesca que mostraba sus huecos y dientes negros, mientras reía de forma compulsiva y burlona.
La lluvia arreció de nuevo, y aceleraron el paso. Nathan no dejaba de mirar hacía atrás, al tiempo que preguntaba a sus amigos si habían oído a aquel loco…
–¿Qué dices, Nathan, de qué hablas? ¿No entendiste nada del chiste? Mira… –Ern se aprestó a repetirlo, mientras Sebastián comenzaba a reírse antes de tiempo.
Aún caminaron dos bocacalles más para cruzar el puente que conduce hasta el final de la alameda, antes de despedirse. Cuando llegó al apartamento Nathan estaba de verdad cansado; apenas se quitó los zapatos y la gabardina y, derrotado por la caminata y las copas, se dejó caer en la cama.
Sin embargo, lejos de hallar descanso en el sueño, Nathan despertó al rato, sudoroso y sobresaltado por una pesadilla difícil de concretar. Había soñado con el vagabundo, que corría tras él mientras profería gritos y reía, desdentado y grotesco… Nathan se incorporó, y se dirigió al baño para lavarse la cara, necesitaba despejarse; abrió el grifo y al mirarse en el espejo no pudo evitar un grito… Allí estaba él, era su cuerpo, sus brazos, su camisa… Pero no tenía cabeza. Podía mirarse, moverse, tocar, ver los muebles que tenía detrás, pero su cabeza no aparecía… Asustado, buscó en la habitación, debajo de la cama, en el armario ropero… No podía quitarse la imagen del vagabundo de la mente, oía su risa, sus burlas y, aunque no podía entender nada, ahí debía de estar la explicación, así que, rápido, se volvió a arreglar, y salió a la calle en busca del hombre aquel.
Llegó casi extenuado a la esquina donde vio al vagabundo la primera vez. Ahora se fijó bien en la placa oxidada de la pared en la que pudo leer: Callejón sin salida. Avanzó hacia el interior de la calle oscura, pero ni rastro del vagabundo. A los costados, distinguió algunos bultos de gente entre cartones y desperdicios; un grupo de harapientos, en torno a un fuego, ni siquiera le prestó atención cuando pasó con cautela. Al llegar al muro del fondo del callejón , comprobó que no había final y que, a través de un pórtico de arcos, la calle aún se prolongaba. Nathan siguió el pasaje semicircular hasta dar con una explanada en ligera pendiente hacia el río… Le sorprendió el duro contraste de la ciudad con aquel insólito paraje, que nunca habría imaginado encontrar allí. Lo cierto es que durante los últimos años su mundo no había sido otro, sino aquel enjambre de edificios en la jungla de asfalto y ruidos. Desde la otra orilla, un pálido clarear le anunciaba que amanecía. No se equivocó. Sin embargo, algo no marchaba bien… El sol apareció de pronto y, veloz, se elevó a la altura del mediodía para, sin tregua, comenzar a descender en un precipitado ocaso sobre la muralla que rodeaba el otro extremo de la ciudad. Era como si un día entero hubiera pasado ante él, en un abrir y cerrar de ojos. Nathan estaba desorientado, presintió que tal vez fuera tarde y decidió regresar…
De vuelta, en el callejón, las chispas de la hoguera iluminaron la silueta del vagabundo que cruzaba arrastrando despacio los pies. Nathan no quiso desaprovechar aquel encuentro casual y se apresuró hacia él…
–¡Oye, tú!...
De un rincón, surgieron varios perros en respuesta a la voz, que husmearon sus pies, aunque ninguno ladró. Casi al mismo tiempo, los pordioseros que se calentaban junto a la fogata voltearon sus cabezas al unísono, inquisitivos, con el semblante adusto, serios.
–…Oye, tú sabes, díme qué ha pasado con mi cabeza…
El vagabundo se había girado, ladeándose hacia él con una sonrisa hueca y, sin dejar de apuntar al cielo con su dedo encorvado, le respondió:
–Os creéis que podéis comprarlo todo, pero todo no se puede…
Entonces uno de los perros aulló, seguido por los ladridos del resto. Los hombres de la fogata se dispersaron y, del suelo, se incorporaron algunos, que dormitaban entre los cartones. A Nathan le recorrió un escalofrío de miedo, deseaba dejar atrás aquella locura, y salió a toda prisa del callejón…
Cuando despertó en la cama de su apartamento aún llevaba puesta la gabardina. El teléfono sonaba con insistencia, tenía la impresión de haberlo estado escuchando sonar toda la noche, pero, antes de responder, se dirigió de un salto al baño para mirarse en el espejo… Bien, era él, estaba entero. Ahora sí contestó. La voz de Ern sonaba enfadada del otro lado…
–¿Qué ha pasado, Nathan? Espero que tengas buenos motivos… Ayer te estuvimos llamando durante todo el día. Hemos estado esperándote para firmar, ¿se puede saber dónde te has metido…?
–…No firmaré, no…
–…¿Sabes lo que estás diciendo? Has perdido la cabeza… ¡Estás acabado, Nathan! –el tono de Ern exudaba una incontenible agresividad.
–No voy a firmar, es una cabezonada…
Nathan colgó despacio el auricular, sin importarle la sarta de amenazas que crecían en avalancha desde el otro lado; se atusó el flequillo, sentado a los pies de la cama y, por un momento, pareció respirar aliviado:
–…Cosas mías… –murmuraba.


 

 

*”Es Una Colección de Cuadernos Con Corazón”, © Luis Tamargo.-

http://soncuadernos.galeon.com/pasajeroslupdf.pdf

 

UN POCO DE MALA SUERTE

UN POCO DE MALA SUERTE

    No era que amase su profesión, no. Si a aquello se le podía llamar su trabajo era debido a un continuado sacrificio, ejercido con la plena conciencia de quien persigue el objetivo marcado a toda costa. Cierto que también padeció sinsabores, sí. Pero siempre tuvo bien presente la máxima, que acertadamente aseveraba cómo el trabajo no es el medio idóneo para hacer dinero. Por eso, ir directamente al grano le supuso algunos desaires y demasiados infortunios y, además, tampoco le había servido para aumentar la economía de sus arcas. Sin embargo, le había cogido gusto al gusanillo de cortar cabezas. Algo tenía aquel puesto, por el que tanto peleó que ahora, por fin arriba, le embriagaba el mero hecho de poder disponer de las vidas profesionales de tantos empleados a su servicio. Fiel a la directriz de la actual empresa, se hallaba como pez en el agua en su tarea de eliminar personal y, hasta la fecha, su metódico y planificado ritual de acoso y derribo moral solo le había acarreado éxitos. Cada día repasaba mentalmente la lección, casi hasta convertirla en un rezo:
-...Fría, muy fría, fríamente...-, se repetía. Así había logrado al fin abrirse un sitio dentro de la élite que manejaba los hilos de la Compañía.
   Esa tarde se encaminaba hacia el hotel, donde tendría lugar la reunión de costumbre, otra de tantas. Nada fuera de lo habitual, matar las primeras horas y cansar al adversario, hasta dar con el pretexto apropiado para desencadenar el posterior ataque de expedientes disciplinarios con los que amedrentar al empleado. Luego, tal vez, con algo de suerte, si el trabajador renunciaba y evitaba entrar en terrenos judiciales, podría resultar bastante barato su despido. De ahí la importancia de cuidar todos los detalles de su delicada misión.
   Estaba llegando a las inmediaciones del hotel cuando aquella gitanilla le salió al paso con su incómoda insistencia por extraerle la propina. El hombre se negó, primero, a recoger el periódico de tirada callejera que le ofrecía; luego, a dar la limosna. Pero la muchacha no cejaba en intentarlo hasta que, al fin, logró que aquel individuo trajeado le adquiriese al menos el bolígrafo a cambio de unas monedas.
   Una vez en el hotel, el gerente dispuso el escenario ya familiar para él. En tantas ocasiones había repetido el ceremonial que cada paso encaminaba al siguiente como fases perfectamente encadenadas. Hoy, sin embargo, quería acabar pronto. Le molestaba particularmente tener que marear a la víctima en los obligados rodeos iniciales. Disfrutaba más después, cuando el desconcierto asoma en la expresión incrédula del empleado y, abatido, tiene que abandonar la reunión adivinando ya las fatales consecuencias de una jugada irreversible... Sí, se regocijaba especialmente en ese instante premeditado, y la experiencia le demostraba que todos caían en la trampa al mismo tiempo que se daban cuenta de ella.
   ...Sin embargo, algo no iba bien. Aquel trabajador llevaba veinte años en la empresa, y el efecto buscado con sus tretas estaba cosechando precisamente lo que pretendía. Cuando el empleado se abalanzó, fuera de sus casillas, empuñando el bolígrafo contra el rostro de su acosador, el gerente ya conocía esa sensación sobre la que tanto había teorizado sobre el papel. La conocía y la había presentido de tanto utilizarla como un juego. Nunca imaginó lo que significaba haber encontrado la horma de su zapato.
   Aquella tarde, el gerente abandonó la reunión del hotel dentro de una ambulancia. Quizás no perdiese del todo el ojo izquierdo, aunque el pómulo había que reconstruirlo y el tabique nasal quedaría desfigurado... En el transcurso de los meses que duró su larga convalecencia tuvo tiempo para reflexionar y recapacitar sobre lo acontecido. Revisó los métodos, evaluó cada una de sus estrategias... Algo falló, sí, había sido eso, sólo un poco de mala suerte...


 

*Es Una Colección “Son Relatos” (c) Luis Tamargo.-
http://soncuadernos.galeon.com/pasajerospdf.pdf

 

EL TERRAPLÉN

EL TERRAPLÉN

  Lo dejé caer casi sin pensar, de improviso...
-En el terraplén pasan cosas...

  Se lo había oído repetir a mi madre hasta la saciedad, así que no pude evitar que se me escapara como por una inercia descontrolada cuando la conversación, dentro del corrillo de los muchachos, adquirió tintes misteriosos. Claro que omití el matiz intencionado que mi madre le imprimía, amenazante, para que no anduviera lejos y regresase pronto a casa. Para los muchachos jugar en el terraplén hasta caída la tarde representaba una aventura, además de un desafío a los mayores. El terraplén era el único espacio verde disponible que conocíamos entre todo aquel laberinto de travesías y callejuelas en plena ciudad, allí podíamos corretear a nuestras anchas sin aparente peligro.
  Esta vez, tan osada aseveración consiguió atraer todas las miradas hacia mí. Era la primera vez que esto me ocurría cuando en las tardes de verano, ya cansados de pelear y dar patadas al balón, los muchachos nos sentábamos en corro a contar historias a cada cual más tenebrosa... Sin embargo, entrada ya la noche, los padres nos reclamaron y el interés despertado hubo de posponerse para otra próxima velada. Más próxima de lo que habríamos podido imaginar, ya que a la mañana siguiente, cuando aún el día no había acabado de despuntar, la calle entera despertó con los gritos desgarrados provenientes del terraplén...
-¿Qué pasa, mamá?
-Nada, hijo. Anda, desayuna...
  No fue hasta el mediodía en la mesa, a la hora de comer, cuando mi madre refirió lo acontecido, para entonces ya había podido hacerse con los pormenores del suceso. La señora Gracia había encontrado el cuerpo apuñalado de su marido, un policía ya jubilado, en las inmediaciones del terraplén, con el cuchillo aún clavado en las ingles. El caso apuntaba escabrosos detalles, pues encontraron el cadáver desnudo de cintura para abajo. En aquella ocasión la prohibición de jugar en el terraplén se prolongó por un largo período, que los muchachos distrajimos en tardes de fútbol y, sobre todo, en especial dedicación a las primeras chicas que aparecían en el barrio, una vez acabado el nuevo edificio que pronto amplió el vecindario.
  Eran los últimos tiempos del terraplén... En aquel empinado e irregular montículo de hierba habían transcurrido batallas al más puro estilo romano, con flechazos y disparos, a caballo de una enfebrecida imaginación infantil; aquellos jinetes sobre monturas invisibles recorrían valles y cañadas, selvas y escarpadas montañas, parapetados en las dunas o entre la maleza al acecho de un enemigo distraído... Un viejo árbol seco, al borde del terraplén servía de campamento, punto de reunión y marcaba también el límite con el mundo de la calle asfaltada, los coches y los mayores. Enfrente, un enorme chalet levantaba sus fantasmagóricos tejadillos sobre nuestras calenturientas cabezas, tan sólo ocupadas en los juegos. Desde el árbol se podía contemplar la huerta y el pequeño corral de gallinas y patos, y las jaulas que custodiaban a los perros de caza. El dueño, un barbudo de aspecto huraño, siempre parecía estar ocupado en múltiples quehaceres y, aunque nunca dijo palabra, no ocultaba su desagrado, por la presencia cercana de los chicos, en un gesto hosco de pocos amigos. A pesar del escaso tránsito, se mostraba también díscolo y molesto, a causa de las escalerillas estrechas de uso público, entre la casa y el terraplén, que comunicaban con la calle de arriba. Precisamente por cerrar este paso, para convertirlo en privado, tuvo varios altercados con la autoridad local y una afamada aureola de “loco obstinado” entre el resto de vecinos. Los muchachos, de hecho, rehuíamos su presencia y abandonábamos el juego en torno al árbol colindante cuando el terco gruñón aparecía.

  Ya casi nos habíamos olvidado de la prohibición, pero también del terraplén, a costa de tanta novedad y muchachas bonitas. Incluso los juegos se transformaron de la ruda pelea al leve escarceo con las niñas, que obligaba a compartir cuerda o pita. Entre nosotros surgieron disputas donde antes hubo amistad y, entre risas y engaños, nacieron las primeras parejas. Sin embargo, no me disgustó demasiado el cambio, pues si mis historias de terror no lograban cautivar a los amigos de siempre, algún otro encanto personal me proporcionaba las primeras satisfacciones entre las nuevas chicas que sí se mostraban interesadas y cuyo modo de manifestarlo resultaba mucho más atractivo. Tal vez se trataba de un camino marcado, tal vez casualidad, pero a modo de despedida de mi mundo anterior de niño llevé a mi primera chica terraplén adentro, hasta el árbol. El terraplén olía a primer amor cuando caía la tarde sobre las altas colinas donde antes cabalgaron libres soldados y forajidos, no se oían ya disparos ni gritos de guerra; sólo el aire se sentía denso, la respiración acompasada en cada beso, entrecortada de anhelos recién descubiertos... Recostados bajo el árbol, cómplices en un abrazo prolongado, el terraplén nos mostró un sendero nuevo que no había hecho más que comenzar.
  ...La noche entraba antes con el final del verano y ella, sacudiéndose las briznas, se incorporaba lenta para regresar cuando notó algo golpearle la cabeza... Miró hacia arriba y gritó. Las botas desgastadas tropezaron con su rostro y un alarido largo apagó las últimas estrellas cuando contemplamos el cuerpo del huraño barbudo colgado del árbol en trágica mueca... Estremecidos, los dos echamos a correr en la oscuridad del terraplén, de la mano, sorteando obstáculos y desniveles, aunque el susto no nos abandonó hasta mucho tiempo después.
  Ese día el terraplén nos enseñó a correr por la vida. Nos brindó la oportunidad de tomar nuevos y distintos rumbos, pudimos así descubrir extensas llanuras, bosques, praderas y otros hermosos parajes de amplio horizonte. Cuando estoy lejos de mi tierra, aquel terraplén se me aparece siempre como una isla añorada, con nostalgia, un hito en el recuerdo entre el pasado y su porvenir. Pero cuando regreso, el terraplén sigue ahí, en su sitio; ahora algo más reducido entre cascotes de ladrillo y escombro, pero siempre vivo a través de tiempo y lugar.

 

 

*"Es Una Colección de Cuadernos Con Corazón", (c) Luis Tamargo.-

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MÁS ALLÁ DEL BOSQUE

MÁS ALLÁ DEL BOSQUE

    No podían avanzar más rápido. La cojera del compañero les retrasaba el paso, aunque cada día recorrían varios kilómetros. No es que se conocieran de toda la vida, apenas cuatro años atrás, pero la calaña de sus tropelías los había unido mucho más allá que las esposas que atenazaban sus muñecas. Primero fue el desfalco aquel en el Banco donde coincidieron, después otro y otro más, hasta que fueron encarcelados. Quizás demasiado jóvenes para estar dispuestos a pasar el resto de su existencia entre rejas, sí, por eso lo decidieron durante el trayecto que los conducía a la prisión de alta seguridad en Dolbler. Había que arriesgarse.
   Se deshicieron del vigilante que los custodiaba, estrangulándole entre sus esposas y, antes de que el otro soldado, que esperaba en el vagón contiguo, lo percibiese, saltaron... El tren se adentraba ya en los túneles que atraviesan la gran cadena montañosa y aún pudieron escuchar su pitido, mientras caían puente abajo. Fue una caída limpia, desde más de veinte metros de altura, hasta el cauce caudaloso del embalse salvador que les acogía. Sin embargo, en la orilla el compañero ya se quejó, tal vez una mala posición de las piernas al entrar al agua, pero el pie izquierdo se quedó resentido.
   Caminaban despacio, intercalando breves descansos que cada vez se prolongaban cada menos tiempo. Dentro del bosque, el hallazgo de la cabaña de un trampero les sirvió de consuelo y supuso la reposición de víveres para unas cuantas jornadas más. Así, llegaron a las montañas.
   En su huída, a veces, instintivamente echaban la vista atrás. Habían transcurrido varias semanas desde su fuga y, tarde o temprano, casi esperaban encontrarse con la patrulla que habría ya salido en su búsqueda. Así, siguieron camino seguro por la línea que separaba el bosque de la montaña. Desde lo alto podían observar si alguien se acercaba y siempre tenían el bosque a mano para adentrarse y escapar.
   Lo que nunca imaginaron fue que solo un jinete apareciera en el horizonte tras ellos y, hasta cabía en lo posible que ni siquiera formara parte de la patrulla. Lo observaron desde lejos en su lento cabalgar, se diría que impasible, hasta que estuvo lo suficientemente próximo para alcanzarlo de un disparo... ¡Lo que hubieran dado entonces por un arma! El jinete detuvo su marcha, obedeciendo a un sexto sentido al que solo son capaces de atender los expertos en el terreno. Y permaneció allí, en pie junto a su montura, inmóvil. Precisamente, era aquella inmovilidad lo que les inquietaba cada mañana. Hubieran avanzado más o menos durante el día entero, a la mañana siguiente la silueta oscura de aquel endiablado jinete permanecía quieta, siempre a la misma distancia. No había lugar a dudas de que sabía de su presencia, pero aquella persecución calculada les obligaba a cambiar su estrategia. Ahora más que nunca había que evitar los espacios abiertos, ya no podían utilizar el borde rocoso de la montaña para su huída, pues quedaban a la vista de su perseguidor. Además, también ignoraban lo que podría tardar en aparecer el resto de su cuadrilla, por lo que se desviaron al interior del bosque. Allí podrían ocultarse, incluso emboscarse y, quizás, si daban con el río podrían huir más rápido y borrar su pista.
   Nada más adentrarse en el bosque volvieron a oir aquellos aullidos escalofriantes. Los habían escuchado ya anteriormente, cuando dormían en la montaña y contemplaban la frondosidad del arbolado desde lejos, pero ahora no quedaba otra salida. Las ansias por adelantar camino y la torpeza del compañero para sostenerse en pie dificultaban la marcha entre la vegetación. Cuando volvían la vista cada hilera de árboles parecía un jinete y resultaba inútil distinguir la dirección de los ruidos. En el bosque todo hablaba, la madera que crujía a su paso, las copas repletas de hojas que removía el viento, las aves alarmadas por los extraños y aquellos aullidos, tremendos lamentos que sobrecogían... Les resultó imposible reconocer entre la maleza las hordas de atacantes que se les echaron encima. Caían de las ramas altas y surgían de la espesura como un enjambre salvaje que, en un instante y sin oposición, les redujo. A los fugitivos nadie les contó de los guerreros Colchalkes, nunca oyeron hablar de la fiereza de aquella especie aparte de hombres que en el idioma de la selva se hacían llamar “lobos del bosque”, aunque parecían adivinarlo a juzgar por las pinturas y, sobre todo, por sus gestos bruscos y agresivos.
   Casi fueron arrastrados hasta el poblado Colchal, en un claro del bosque. El compañero gritaba de dolor, pero pronto cesó el sufrimiento cuando un golpe certero de hacha le partió el cráneo. El otro, horrorizado, contempló el hacha de piedra levantarse en el aire... Pero el guerrero quedó inmóvil, mientras se volvía al tiempo que el grupo. El Montañés atravesaba con calma la linde del bosque sobre su montura cobriza, hacia la ladera rocosa... El jinete silbaba una melodía ininteligible. Cuando su figura iba a desaparecer ante la montaña ahuecó las manos y, llevándolas en torno a la boca, emitió el aullido aquel que el valle devolvió en ecos. Los Guerreros del bosque respondieron aullando al unísono... Luego, el hacha cayó implacable.

*”Episodios Sueltos De Una Leyenda Incompleta”, (c) Luis Tamargo.-

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PIEL DE OSO

PIEL DE OSO

    El alba gris balbuceaba una mañana diáfana cuando descendió a aquel recodo del río para beber. Estaba cargando su cantimplora cuando, de repente, se topó con aquella gran cabeza de oso que salió de entre los arbustos. Frente a frente, ambos parecieron sorprenderse y, asustados, retrocedieron a la carrera. Fue el oso el primero en reaccionar, girándose, pareció preguntarse qué demonios de bicho viviente era aquel humano... Había pocos por allí. Olfateó el aire y, ahora, buscó un paso accesible por el río hasta la otra orilla.
   El Montañés no miró atrás, sabía de la importancia de aquel encuentro y corrió, corrió sin parar hasta el lugar donde había pasado la noche. Sin perder tiempo preparó su montura y huyó al galope, abandonando allí los demás enseres... Más tarde volvería a por ellos, ahora era necesario poner manos a la obra.
   El oso le había descubierto, así que no podía permitirse costumbres cómodas ni peligrosas. Escogió a conciencia el sitio para abrir la enorme zanja. Aquel claro en el bosque simulaba un sendero de paso ineludible al interior, custodiado a ambos lados por apretadas hileras de abetos reunía las condiciones idóneas para preparar la trampa. Primero, cavó el largo de la zanja y profundizó apenas unas paletadas. Continuaría en sucesivas jornadas, pues hay fieras en esa espesura que son capaces de olfatear la frescura de la tierra revuelta.
   Había de extremar las precauciones, así que durante las largas semanas que le llevaron los preparativos, nunca pernoctó dos veces seguidas en el mismo lugar. En las tardes suaves subía a los riscos y cuando soplaba el viento del norte se resguardaba en la gruta.
   La zanja adquirió el hondo de más dos hombres y un largo aún mucho mayor. Luego, enterró las estacas puntiagudas y, por último, cubrió el hoyo con un entramado de ramas y hojas para camuflarlo con el camino. No había vuelto a toparse con el animal, pero podía presentirlo, sabía que le andaba a la zaga.
   Aquel día dejó a la yegua alejada, libre de riendas y montura, en la orilla del lago y, decidido, se apostó en lo alto del gran abeto. Desde allí, las copas de los demás árboles le impedían vislumbrar todo el panorama, pero podía sentir la respiración de un abejorro... Y así fue, solo que aquella bestia era capaz de tragarse a todo un enjambre.
El Montañés descendió sigiloso para colocarse en el preciso lugar que le interesaba, al extremo opuesto de la zanja, hacia el interior del bosque. Cuando el oso apareciera por el único pasaje con la anchura suficiente para llevarlo hasta él, llamaría su atención para atraerlo. Luego, la trampa se encargaría del resto.
Es necesario estar hecho de otra madera para sostener el desafío de la silueta parda de un oso a escasos cientos de metros. El oso lo había olido y lo había visto y, acelerando la marcha, ya enfilaba por el sendero abierto entre los árboles. El Montañés contuvo la respiración, mientras retrocedía dos pasos, como si esperase el embiste. El oso corría desenfrenado, acercándose, cuando en extraña maniobra pareció aminorar el paso casi al borde de la trampa para, de improviso, cobrar impulso de un salto inesperado. El trampero esta vez cayó hacia atrás, después de retroceder apresurado varios metros y pudo sentir la caricia al aire de la zarpa del oso delante de sus narices. Ni que lo hubiera adivinado, el maldito animal había saltado justo al comienzo mismo del fatal socavón y, en esta ocasión sí que creyó que existía un dios, porque a pesar del salto no bastó para salvar la extensión de la zanja y la fiera terminó por caer de espaldas y quedar atravesado por las puntas de las afiladas estacas.
   El Montañés lo había visto cerca. Cuando recobró el resuello, saltó dentro de la trampa y remató la pieza.
   El cargamento de pieles que llevaba le serviría de inapreciable botín para el intercambio con las tribus del norte. Aún no habían llegado los salmones, pero se presentían y, en breve, los osos comenzarían a frecuentar las orillas. El trampero inició el descenso de la pendiente suave, dejando atrás la colina, con la vista puesta en el horizonte montañoso de cumbres nevadas.


 

*”Episodios Sueltos De Una Leyenda Incompleta”, (c) Luis Tamargo.-

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NO TAN INOCENTE

NO TAN INOCENTE

    Había transcurrido casi un año y medio ya desde que llegó allí, dispuesta a encontrar la solución a sus problemas presumiblemente en pocas semanas. Tampoco se ganaba lo suficiente para continuar camino, aunque la cuestión estaba en que no surgía delante camino alguno que emprender. Casa Guillermina era un motel de carretera, remodelado de acuerdo a los nuevos tiempos. La Señora, como llamaban a la patrona, regentaba aquella modesta casa de citas con un reducido grupo de muchachas jóvenes que si antes no desaparecían las iba despidiendo, obligadas a contratos parciales, para así actualizar las posibilidades del negocio.
   A ella le había renovado ya una vez, pero se temía que el momento de partir llegaría en breve. En cualquier caso, se trataba de una incómoda incertidumbre. Además, aquella localidad carecía de atractivos alicientes y tampoco ayudaba a la calidad de los visitantes, obligando con demasiada reiteración a tragar con todo tipo de clientes, muchos de ellos intratables de otro modo. El lunes era el día que a ella le tocaba acercarse a la ciudad para hacer la compra de las necesidades de primera mano. Siempre le gustaba asomarse a la estación de trenes y mirar el final de los raíles en el horizonte, le hacía soñar con un destino, desconocido, pero diferente. Aquella tarde apenas dos personas formaban la cola para sacar los billetes. El muchacho que tenía el bolso de mano bajo el brazo esperaba paciente, detrás de la viejecita del pañuelo rojo y, por un instante, abandonó la fila para hacer intención de asomarse al andén. Fue suficiente para que aquella banda de desarrapados críos de barrio aprovechara el descuido y con habilidad se llevaran al vuelo el bolso de mano que había dejado en la repisa de la ventanilla. Ella lo había visto todo, conocía a aquellos ladronzuelos y sabía que después irían a los aseos a desvalijar el botín, se quedarían con el dinero o piezas de valor y el bolso lo tirarían al contenedor. Por eso, se dirigió con decisión a los servicios de la estación y sacó del aseo, agarrado por el cabello, al harapiento muchacho...
-Si no me lo das ahora mismo aviso al policía... -le amenazó.
   Después se acercó al muchacho que se lamentaba en el andén de su desgracia y le devolvió su bolso desaparecido. El chico, atónito del paso tan fugaz de la desgracia a la alegría, se deshizo en cortesías, enormemente agradecido, le quería dejar su teléfono, su tarjeta con la dirección, le preguntaba interesado lo que necesitaba o qué deseaba... Ella no pudo evitar, ante su insistencia, que se sentaran en la cantina del andén a conversar. Le habló de su viaje de negocios a la ciudad, de la importancia de la documentación rescatada ya que ahí estaban todos los permisos conseguidos para abrir su local de trabajo, incluso, guardaba en el bolso de mano el préstamo inicial con que comenzar mañana mismo a trabajar. No podía estar más agradecido aquel hombre y no dudó, pensando en la ayuda que necesitaría más adelante, en ofrecer a la chica un trabajo en su negocio de la confitería.
   Ella rehúso todo y se excusó con que no soportaba que aquellos pillastres andaran sueltos por la calle sin otra ocupación que complicar la existencia a los viandantes. Se despidió sin más, pero con el teléfono que tanto se obcecó aquel hombre en entregarle. Regresaba a Casa Guillermina con el alma turbada, no lograba sentirse tranquila, quizás nunca antes lo estuvo, pero algo le impedía volver a su anterior actitud al percance con los muchachos. El encuentro con aquel hombre había dejado una puerta entreabierta a la esperanza, tal vez significaba una salida, un camino para su futuro incierto al otro lado de las vías... Durante algunos días reflexionó sobre ello, pensativa e indecisa; se lo notaron las compañeras, incluso la Señora le preguntó al respecto de su preocupante introversión, pues su actitud distante desatendía a los clientes.
   Ella intentó disimular unos días más, era el pacto que se había propuesto. Ya había hablado por teléfono con el chico del andén, aunque hubo de preparar bien la urdimbre de su inventada historia para no ser descubierta. Por eso, ella le habló del familiar que también vivía en la localidad del hombre que le pretendía ayudar, se incorporaría al puesto inmediatamente, se le daba bien la cocina y tampoco encontraría inconveniente en el alojamiento con la casa de su tía tan cercana. Así que, tomada la decisión, no fue hasta el lunes siguiente cuando su marcha a la ciudad no despertaría sospechas, cuando cogió el tren que le llevaría lejos de la penuria hacia un horizonte quizás mejor, aunque por descubrir.
   Al principio, como en todos los comienzos, el sacrificio fue duro. El nuevo trabajo era su tabla de salvación y se aferró con el tesón de quien ha conocido tiempos peores. La nueva vida se abría lenta, pero con la certeza del paso a paso. Sus manos eran indispensables en la marcha del negocio que ya comenzaba a dar sus frutos, al cabo de varios meses. Mientras, el hombre le agradeció infinitas veces al cielo de haber interpuesto a aquella mujer en su camino, le recuperó el crédito, los permisos y, por si fuera poco, trabajaba sin descanso dejando el alma en ello y defendiéndolo como si fuera suyo. Se fue desarrollando una relación estrecha entre ellos, la coordinación y entendimiento en el trabajo era inmejorable, no existían esperas ni negativas a cualquier sobreesfuerzo y, poco a poco, fue madurando aquel otro sentimiento más profundo.
   Una mañana, el repartidor se le quedó observando como si le conociera de algo. Ella reconoció a un antiguo cliente de Casa Guillermina, pero tragó saliva y echó adelante. Tal vez algún día le contaría su oscuro pasado, pero por ahora no lo tenía entre sus intenciones, antes era preciso consolidar lo ganado si aquella relación seguía su buen comienzo. Era un buen hombre y se felicitaba de que la suerte, aunque fuera a costa de duro trabajo, le mostrara por una vez en su vida el lado más amable. A él le parecía un regalo del cielo aquella mujer hacendosa y ya hacía tiempo que pensaba en ella como algo más serio dentro del marco que conformaba su vida, por eso se lo propuso una tarde, nada más cerrar el local. Ella se mostró preocupada, pero él le animaba tratando de transmitirla confianza... Si ella quería, si de verdad así lo deseaba podía contar con su trabajo, no le faltaría y él tampoco... Tampoco fallaría, la quería, también podía contar con él, nada tenía que temer. Ella le acarició la frente intentando calmarle, sí, continuaría adelante con él, le estaba muy agradecida...
   Se besaron con pasión, con las manos entrelazadas como dos adolescentes. La pasión se fue encendiendo como un ascua al rojo vivo y, allí, sobre la mesa de la cocina se amaron, echando a rodar los utensilios que antes quedaron ordenados. Nada importaba más que dar rienda suelta en ese instante a su imparable instinto. Entre suspiros entrecortados y chorreados de sudor desbordaron sus pasiones incontenibles. Para él no había duda alguna, era la mujer predestinada de su vida; para ella, era su oportunidad, no otra más sino la nueva y única...


 

*Es Una Colección “Son Relatos”, (c) Luis Tamargo.-
http://soncuadernos.galeon.com/deljardinlupdf.pdf

 

UNA CAMA ESPECIAL

UNA CAMA ESPECIAL

    De regreso al hogar, ya antes de enfilar la suave pendiente de la pista polvorienta que asciende al rellano donde descansa la casa, se puede oler el perfume de hayas y tilos. Los salces y robles bordean el estrecho paseo que sigue el curso del río, con sus hileras ordenadas custodiando cada orilla. Es entonces cuando el fresco aroma de la vegetación tupida se apodera de uno y, de verdad, siento que llego a casa. Por eso mantengo la casa del pueblo de mis padres, ahí me crié y no podría soportar la idea de vivir alejado de estas fragancias que tantos recuerdos entrañan para mí.
   Dentro, nada más traspasar el umbral de la entrada, el lenguaje sobrio y austero de la madera nos cuenta historias, fábulas, nanas sin edad, donde el tiempo no es que se haya detenido sino que paró cómodo a descansar. La piedra y la madera le dan el sello rústico inconfundible que poseen las casas de montaña. Allí vivieron mis padres y aún conservo su dormitorio original, con su armario artesano y el comodín también tallado a mano, con su espejo y palangana azul de porcelana y su cama de nogal, solemne y seria. Sí, la conservo tal cual ellos mismos la dejaron, quizás por el respeto que supone una tan íntima añoranza, aunque tal vez influya el hecho de que en ella yo mismo viniera a este mundo. Es curioso, antes me parecía más grande, pero hoy soy yo el que va tomando las medidas justas del tiempo pasado.
   En especial hoy he reflexionado sobre estos y otros detalles, sobre todo desde que Olga ya sabe que lo que trae son mellizos. Era la alegría que necesitaba esta casa para resucitar el duende que la sostiene. No puedo dejar de esbozar una ligera sonrisa al imaginar a los chiquillos correr y saltar, jugando en el pasillo o en la gran sala. Además, la huerta y el jardín constituyen el marco inmejorable para que crezcan en un medio natural, sanos y felices. La escuela, apenas a un par de kilómetros nos permite permanecer inmersos en el sosiego del bosque sin quedar demasiado aislados del contacto con la población.
   Sin embargo, las nuevas circunstancias obligan a remodelar algunos aspectos de la casa, es necesario reacondicionar la habitación de mis padres como cuarto de los niños. Por un momento, sentado en el lecho de mis padres, me siento apenado por el rumbo inhóspito que la vida depara a su paso, no existe amparo o tregua ni santuario perenne donde la memoria perviva, solo su devenir inmediato. Mañana es preciso llevarse la cama y desalojar el cuarto, el tiempo no espera.
   Los niños han crecido, crecen y siguen creciendo casi tanto como los abedules y fresnos del camino que conduce a la fuente, como el poblado de encinas en el monte, tan altos y fuertes como los esbeltos eucaliptos y los abetos. Ahora que marcharon lejos empujados por la savia que corre en sus propias venas, sobra mucho tiempo que dedicarles para que no se enmarañe la maleza del olvido. Quizás un día regresen a su nido, al paisaje de la infancia que dejaron atrás y, en cualquier caso, siempre tendrían allí su sitio.
   Algunas tardes, aunque últimamente con más frecuencia, voy paseando más allá del cerro, para subir hasta la peña y adentrarme en el bosque, monte adentro, allí, entre la hojarasca que siembra el otoño para borrar sus senderos secretos, me siento durante horas a observar la cama, entre los árboles, donde la espesura oculta las cumbres y teje un manto de hojas al cielo. En la frondosidad del bosque, la cama de mis padres descansa, plácida y señorial, custodiada por ejércitos de acebos que velan su sueño, de vez en cuando tan solo interrumpido por el canto apagado de un búho distraído...

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*Es Una Colección “Son Relatos”, (c) Luis Tamargo.-

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