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LEE TAMARGO

Relatos

LOS ACANTILADOS

LOS ACANTILADOS

No era un lugar muy frecuentado, de ahí su encanto a pesar de lo accidentado del acceso. Sin embargo la vista panorámica que ofrecía era digna de disfrutar. Desde arriba, ellos no se perdían ni una sola puesta de sol y si empeoraba el tiempo también le encontraban el lado atractivo, fieles a su cita diaria del mediodía el más mayor recordaba épocas pasadas mientras los más pequeños escuchaban con atención. Uno de los ancianos se sumó a la reunión con la avidez de rememorar su historia preferida...
-...Pues sí, ese faro que veis ahí abajo abandonado lo construyeron antiguos prisioneros, fue su castigo de guerra. Podéis contemplar las huellas que los cañones dejaron en alguno de los acantilados, sin ir más lejos la Peña del Nido quedó truncada en una de aquellas contiendas. Los hombres esculpieron uno a uno cada peldaño que baja desde la costa, era necesario salvar el desnivel para construir este faro que tenemos debajo nuestro. Yo mismo pude contemplar entonces cómo alguno de aquellos hombres cayó al mar, a veces incluso se tiraban ellos mismos, locos por escapar de tan negro porvenir. La muerte entre los arrecifes era más deseable que su triste destino de encierro.
-...¡Debe ser horrible no volver a sentir la brisa ni el batir de olas! -enfatizó uno de los más jóvenes.
   El vuelo rasante de una gaviota les sacó del concentrado interés que había adquirido la conversación, era un aviso. En efecto, al poco se dejaron escuchar las voces animadas de un grupo de colegiales que descendían por la escalera del acantilado, algo arriesgado quizás para sus endebles pies, pero sin duda una excursión programada con éxito para descubrir las maravillas de la naturaleza costera. Los cuidadores no escatimaban en precauciones para mantener ordenados a la tropa de jóvenes que, a la vez que bajaban los escalones se distraían en observar y apuntar con el dedo a cada roca, cada gaviota o árbol de curiosa forma o extraña ubicación, que llamaban su atención.
    La paz del lugar se tornó de repente en un jolgorio de risas y chillidos. El tono estridente de alguna de las niñas asustó hasta a las gaviotas, que se elevaron presurosas sin cesar de advertir a sus convecinas. Desde lo alto, contemplaron impasibles el barullo de aquella invasión de turistas...
-Se nota que llegó el buen tiempo... -acertó a replicar el anciano, interrumpido en lo mejor de su historia-. ¡Habrá que empezar a acostumbrarse a esto otra vez!
   Abajo, los excursionistas se agolparon junto al faro semiderruído, sin sospechar que eran observados. Los gritos de los niños crecían en desconcierto, hasta que los cuidadores dieron la orden para sentarse en torno al viejo faro y comenzar la merienda. Hasta lograrlo pasó un largo rato de tensión e impaciencia desbordada. Luego, tan atareados andaban en hincarle el diente a sus bocadillos que, por unos breves instantes, pareció regresar la calma a los acantilados, tal vez excesiva para los nuevos visitantes, más acostumbrados al bullicio que al hondo silencio de los lugares inhóspitos. No tardaron, por tanto, en volver a las andadas, primero con canciones en grupo, luego incorporando bailes a los que con dificultad acompasaban de histéricas risotadas forzadas. Una de las cuidadoras tuvo la feliz idea –bien acogida al principio- de iniciar una ronda de chistes y acertijos con el fin de mantenerles al menos sentados en un sitio fijo y acabar así con las peligrosas cabriolas al borde del acantilado. Pero pronto derivó en una exhibición de lenguaje soez y desagradable. El resto de cuidadores cambió entonces de estrategia a fin de reconducir la energía descontrolada de su alumnado y poner fin a los improperios. Al fin dieron resultado sus pretensiones y el turno de juegos trajo al menos una algarabía más pausada, influída también por la fatiga de algunos de los muchachos que no habían cesado desde su llegada de gritar y brincar. Una de las pequeñas se dirigió al grupo a voz en grito:
-¡Mirad! Esa roca parece una cara... ¡Sí, mirad, la he visto reírse!
   Todos prorrumpieron en sonoras carcajadas burlándose de la desatinada imaginación de la chiquilla...
-...Sí, sí... ¡Y allí otra! ¿No veis que tiene la boca abierta?
   La burla se extendió como la pólvora, a cada instante más carente de gracia; al desternillante ambiente de antes le sucedió un insoportable recelo que se escapaba así de las manos e intenciones de los apesadumbrados cuidadores. La velada había sido más que suficiente y otra vez revueltos, raudos, se dispusieron a iniciar la marcha de vuelta no sin la consabida complicación de aunar en fila a toda aquella desbandada de niños inquietos, si cabe ahora aún más pesados ya que acusaban las secuelas del cansancio y el aburrimiento. El enfado en la despedida llenó el enclave de lloros e insultos, los cuidadores intentaban poner las paces entre los puñetazos y empujones con amenazas de castigo, agobiados por tanta impotencia ...
-Sí, mira aquella roca... Parece la nariz de una bruja... -insistía la pequeña ante la indiferencia del resto.
   El grupo de niños siguió la inclinada ascensión de regreso por los escalones del acantilado entre risas y llantos y, a lo lejos, se fue perdiendo el rumor de voces hasta terminar por desaparecer del todo. El anciano no pudo evitar recriminar a los turistas el mal sabor de tarde que le habían dejado...
-No sé si me acostumbraré a esto alguna vez...
   Otro de los jóvenes, que observaba la situación desde arriba, animó al viejo para que continuara con su historia, pero el mayor les mandó callar:
-Shsss... ¡Parece que vienen! ¡Poneos serios!
   Una de las cuidadoras había bajado de nuevo hasta el acantilado. Su mirada se dirigía nerviosa por cada esquina, deambuló un rato alrededor del faro, por los sitios donde antes había acampado la excursión hasta dar con la mochila extraviada. Luego, sin dejar de lanzar esporádicas y desconfiadas miradas sobre las rocas, se apresuró en volver en pos de los niños.
   La tarde ahora se vestía de dorados reflejos que el sol poniente pintaba en los acantilados. Las sombras del crepúsculo se proyectaban entre las rocas dando la sensación de que se alargaban, parecían moverse...
 -¡Vaya pandilla de desalmados! ¡Prefiero a las gaviotas! -gruñó la gruta abierta, que mostraba restos de papeles y plásticos amontonados en su entrada.
   ...Los acantilados jóvenes no dejaron de reírse, mientras la noche extendía sobre ellos el mismo manto oscuro que venía empleando desde hacía siglos.
 
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*Es Una Colección “Son Relatos”, (c) Luis Tamargo.-

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HAY UNA PLAYA

HAY UNA PLAYA

   Quiso reflexionar, pensar en aquel naufragio. Quiso buscarle una razón a aquellos siete días que se molestó en contar, recorriendo la abrupta costa, indómita. El viento se encañonaba entre los acantilados y, con fuerza sobrehumana, amenazaba con tumbarle a uno. Había que agazaparse escudándose en los riscos, al abrigo de una embestida imprevista. Y era entonces, así, cuando el viento parecía cantar y ponerle nombre a las rocas, a cada rincón de entre ellas, a cada pliegue de acantilado que se dejaba resbalar hasta la rompiente embravecida.
   Durante una interminable semana exploró cumbres y hondonadas de aquella inhóspita costa, maltratada por el temporal. El mismo temporal que, sin compasión, lo llevó lejos de casa, que comenzó con aquella niebla que impedía conciliar el sueño. La niebla y aquella otra comezón, la de los pensamientos que se masticaban de allá para adentro y que tampoco dejaban dormir.
   De haberle contemplado alguien, pensó, le habrían figurado un loco. Sólo él, por aquellos fantasmagóricos acantilados, entre sombras pétreas de rocas rojas y grises, mojadas de niebla verde, gelatinosa y espesa, lo menos parecido a la ilusión de esperanza. Solitario durante siete jornadas seguidas, una a una, sondeando, casi adivinando, oteando horizontes nuevos o, quizás, los restos, la señal de un naufragio, una señal de vida. Sin nadie, sin compañía humana, con sus soledades, había empezado a acostumbrarse al musgo mullido bajo sus pies, al sabor húmedo del salitre en la niebla, empapándole cada poro.
   A ratos, apresuraba el paso y sorteaba el canto puntiagudo de las piedras para, aprovechando una hendidura plana, cobrar impulso nuevo, de un salto, y avanzar camino. En otros, se estiraba de largo en la yerba aflequillada que bordaba el talo costero y escuchaba el mar, el hondo e incesante sonido del océano, mezcla de fondo profundo y de olas cantoras en superficie.
   Fue al culminar una de esas rasantes entre cielo y acantilado, en lo más alto del escarpado montículo, cuando descubrió la playa, ancha y larga, acariciada de algas entre los brillos dorados que la luz naciente del alba proyectaba, difusa. Parpadeó repetidas veces para asegurarse. No, no eran canoas aquello, abajo en la playa, ni nativos de otras islas celebrando ningún grotesco ritual, no. Aquella visión no hizo sino devolverle a otra realidad, inevitable, a la que se había estado negando durante todos estos días, siete ya, que bien se había preocupado en recontar... Abajo, las máquinas emprendían otra batida sobre la playa y los hombres de la limpieza rastreaban cada palmo de arena en su rutinario rito de cada semana. Los contenedores repletos eran descargados en los camiones que, entre estertores y con gran estruendo, ascendían su pesada carga por la empinada cuesta que conducía a la población. …Volvió a parpadear, nervioso, esta vez para mantener el halo de misterio creado hasta ahora. El mundo de cada día había regresado, brusco y de repente, de acuerdo a su carácter. Respiró hondo y guardó un suspiro, para aliviar el impacto. Y con aire resuelto, si bien resignado, se dirigió al lugar donde había dejado el vehículo aparcado, para regresar a casa… Pero antes, volvió la vista atrás, por un instante, para inhalar el recuerdo acuoso del sabor a niebla y grabarlo en la memoria de su espíritu errante, pues es así que deseaba quedase guardado perdurable por siempre.

*”Es Una Colección de Cuadernos Con Corazón”, (c) Luis Tamargo.-

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EL JARDÍN ENAMORADO

EL JARDÍN ENAMORADO

    Todos callaban al sentir la señal, cuando la niña se colocaba en el centro del círculo y, con las piernas cruzadas, abría el libro. Esa noche la historia elegida hablaba del amor imposible de dos muchachos pertenecientes a diferente rango social y las curiosas tretas que habían de inventarse para poder ver recompensado su prohibido amor. Observé atento en la penumbra del atardecer a los asistentes que escuchaban embelesados. En un momento de la historia la niña señaló imperceptiblemente, con un leve movimiento de su dedo, a uno de los chicos que, sentado en el corro, atendía. Luego, hizo el mismo gesto dirigiéndose a una muchacha, también sentada en otro extremo del círculo. El muchacho, obediente, se incorporó cauteloso para coger de la mano a la muchacha indicada y ambos desaparecieron entre las sombras frondosas de los arbustos cercanos. La historia siguió avanzando, el argumento ya desgranado dio paso a una descripción minuciosa de los detalles amorosos más íntimos y en el ambiente iba caldeándose una sensación sedante, modulada por el tono cálido y sugerente de la niña que relataba. Pasó página sin perder el tono ni el hilo de la historia y volvió a señalar, esta vez primero a una muchacha y, luego, a otra que igualmente silenciosas desaparecieron hacia el fondo del jardín. Luego, noté cómo no contaba tanto el interés en seguir la trama del relato sino que toda atención se hallaba más bien centrada en a quién señalaría entonces la chica del libro. Ahora le tocó el turno a una joven que se llevó del brazo agarrado al muchacho que estuvo sentado al lado suyo. Mientras atendía el desarrollo de los acontecimientos, algo inquieto por si el próximo turno sería el mío, me di cuenta de que a la luz de las farolas que custodiaban la escalinata a la gran mansión, la sombra de las dos muchachas que anteriormente marcharon se movían fusionadas en una sola, como si ambas estuvieran entregadas a revolcarse sobre la hierba.
   El ritual, si así podía llamárselo, consistía en obedecer el caprichoso mandato de la muchacha del centro del corro que, con el libro en la mano, impartía tanto el reparto como el orden en que las parejas debían abandonar el grupo. Todos los asistentes sabían a lo que allí se prestaban, por lo que no eran posibles las negativas ni las huídas. Era la primera vez que conseguía acceder al círculo y la tensión iba creciendo por momentos, más tarde o temprano sería mi turno... No me habría importado que la misma muchacha que leía y señalaba a las parejas se hubiera venido conmigo; era bellísima y su voz me erizaba la piel. Pero me tocó a mí primero tender el brazo a otra chica que rápidamente se levantó para agarrarse a mi cintura y, como si conociera el lugar hacia donde dirigirse, me llevó hasta un rincón apartado tras el ancho tallo de un enorme cedro centenario. Allí, el desenlace a la historia fue otro, el que nosotros quisimos darle o, mejor, el que quisimos realizar, pues desnudos en la hierba nuestros cuerpos se bañaban, sudorosos de pasión, bajo el influjo mágico de la luna que lo mismo nos vestía que nos volvía a desnudar con sus reflejos de plata, iridiscentes, como si nuestro rito de amor recibiera su bautismo benéfico de bendición.
   Las parejas iban regresando al círculo a medida que su particular aventura finalizaba; algunos, incluso, llegaron a repetir turno. Para ser mi primera actuación me daba por satisfecho, pues tuve oportunidad de comprobar en propia carne el efecto gratificante de las habilidades de la chica que me correspondió en suerte, toda una experta en dicha materia. A su vez, la muchacha del libro, con su apariencia y voz de niña cándida, continuó toda la noche leyendo los inagotables pasajes del libro al que tanto cuidado dispensaba y, solo cuando empezaban a despuntar los primeros albores del día, tímido, que se avecinaba, pausadamente, cerró el libro y levantándose se dirigió lenta y con paso calmo hacia la gran mansión. Antes, estableció la próxima cita para dentro de tres semanas y, dando por concluido el ritual, dio una vez la vuelta completa al corro de asistentes; estos, por fin, se retiraron con sigilo, en diferentes direcciones, simulados entre las sombras últimas que la mañana iba difuminando a su paso.
   Cuando clareó la mañana el jardín resplandecía bajo la azulada palidez del cielo. Ni rastro de la luna ni de los luceros hermosos que durante toda la noche brillaron. Un ligero manto de rocío adornaba el tapiz virgen del suelo, donde se desperezaban, silenciosos, los arbustos, el cedro talloso, las hayas, sauces y el castaño de indias, celosos guardianes que rodeaban la gran mansión de la biblioteca que, solitaria, escondía el bullicioso secreto de sus libros dormidos.

  

*”Es una Colección de Cuadernos con Corazón”, (c) Luis Tamargo.-

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EL CAZADOR DE CUENTOS

EL CAZADOR DE CUENTOS

Acostumbraba a guardar todas sus notas por inverosímiles que pudieran parecer. En el envoltorio de papel del bocadillo de tortilla que había cenado la noche pasada escribió las últimas líneas. Apenas dio una cabezada de sueño en toda la noche, dentro de su coche, apostado frente al número once de aquel hostal urbano. Hasta que al fin salió primero él, parándose a la entrada del café contiguo, con las manos en los bolsillos de la americana. Al poco, una muchacha de tez morena y cazadora de cuero se unió a él, enlazándole por el cuello, como si se colgara, parecía besarle la nariz... Era el momento!, disparó media docena de fotos desde la ventanilla, silencioso, a pocos metros de la escena. Misión cumplida! Había merecido la pena el viaje y la incómoda espera, su cliente podría estar satisfecho en cuanto al trabajo. Porque en lo que respecta a su esposa no iba a hacerle ninguna gracia y, sobre todo, a él tampoco ya que sería difícil explicar a qué se dedica el tiempo a media mañana en la habitación de un hostal con una atractiva muchacha y en un día laborable.

Habían contratado sus servicios para vigilar a un jefe regional de una afamada firma multinacional. Tenía que ganarse la vida como detective, aunque su oculta vocación era escribir. Lo había intentado sin éxito, es decir, algunos certámenes literarios, de poesía incluso, pero no daba con el paso a un escalafón más reconocido dentro del gremio de sus anhelos.

Arrancó el vehículo al mismo tiempo que sonaba su teléfono móvil. Era la agente de la editorial con la que contactó la semana anterior. Desde la ventanilla del coche pudo reconocer a través del cristal del Café al jefe comercial y a la exuberante muchacha dispuestos a desayunar. La pareja de tórtolos pareció mirar al paso del vehículo, aunque distraídos en devaneos. La chica de la editorial le dio la alegría del día al confirmarle que habían leído los escritos que envió y que serían publicados bajo el título de “El Cazador de Cuentos”. Era preciso pasase por el despacho para ultimar el contrato. Se sentía feliz, aunque el triunfo para él ya lo era el mero hecho de escribir en sí. Si bien aquel logro no le retiraría del actual trabajo, al menos se lo hacía más soportable.

Por unos instantes extasiado, volvió de nuevo a la realidad, a pensar en aquel caso de su cliente. Sí, lo más curioso es que le había contratado una empresa de fontanería por causa de una deuda pendiente. Quizás significaba algo que el dueño de la fontanería fue un antiguo empleado del jefe de la multinacional, pero en cualquier caso las cuentas pendientes se terminan zanjando... Y con la prueba de aquellas fotos en la mano el caso estaba cerrado.

Durante todo el trayecto de regreso se regocijó. Y repitió el nombre, soñando en cada letra, en el solemne tono que las imprimía... ¡El Cazador de Cuentos!, suspiró.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*"Es Una Colección de Cuadernos Con Corazón", (c) Luis Tamargo.-

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EN EL DESVÁN

EN EL DESVÁN

   Bien pudo haber dicho que no, pero una mujer excitada es como un huracán al borde del desenfreno, no entiende de razones... Así es que, su rostro como poseído iba obligándole, acaparando su terreno y, sin escapatoria, iba cediendo, rindiéndose a su impulso tan vital. Así se lo pedía. Su sexo se mostró abierto, accesible a la caricia, suave. Su piel tersa, el vello del pubis erizado de desbordada avidez, de ganas contenidas y, ahora, dispuesto a dejarse vencer, enloquecer de placer si fuera preciso. Continuó apretando sus voluptuosas formas con más caricias. El olor bravío de su sexo también le excitaba, húmedo, como un atractivo perfume que embriagaba su ser...

   La relación con ella ahora había adquirido un derrotero insospechado y, en cualquier caso, el paso ya estaba dado. Cuando aquella tarde ella vino al desván de La Granja lo hizo con toda la más premeditada intención.

      Ella había nacido allí, aún vivía en el rancho con su padre, un viejo granjero cuyas fincas colindaban con su hacienda. Gracias a sus influencias entre las autoridades, había conseguido realizar las estratagemas pertinentes para que la finca del viejo granjero fuera expropiada. Si algo realzaba el valor de aquella finca, aunque inferior en hectáreas a la suya, era el manantial que brotaba allí mismo para desembocar tras kilómetros de largo recorrido en el delta del Tier, un estuario de gran riqueza piscícola y floral, ahora reserva protegida. La importancia estratégica del manantial radicaba en el beneficio para todas las tierras que comunicaban al mar y sobre las que ya había comenzado a mover los hilos precisos para atraer hacia sus posesiones. Su familia también llevaba siglos allí y habían ido creciendo a fuerza de trabajo y, si las circunstancias lo requerían, a cualquier precio y sin importar los medios. Por eso, no le sorprendió el enfurecido arrebato de la muchacha del granjero cuando llegó a su despacho para negociar las condiciones del expolio. Incluso, le hizo sonreir su irrefrenable fiereza, tenía agallas la niñita... En las sucesivas ocasiones que volvió le quedó bien claro a la indómita muchacha que de nada le valdrían ni enfados ni súplicas ni sus exagerados intentos por llevar a buen término el trato. La firmeza en la negativa a negociar no dejaba más alternativas que abandonar la finca en el plazo previsto, sin objeciones. Si el viejo granjero ya no servía apenas para andar y si ella no conocía otro medio para ganarse la vida, desde luego, no era su problema ni podía leerse en la letra pequeña de ningún tipo de pacto.

      Al patrón de la hacienda le cansaban más las palabras que las peleas y por eso acostumbraba a descansar con una buena siesta, después de una mañana entera sentado en el despacho atendiendo contrariedades. Le gustaba, siempre lo hacía, tumbarse en el desván, a dormir una cabezadita sobre la hierba empacada, hasta que la llegada del ganado marcaba las tareas de media tarde.

      Esa tarde, un caballo galopó como una exhalación entre la nube de polvo que levantaba con su carrera. Al llegar a la Granja, la muchacha saltó con la agilidad de un avezado jinete y a largas zancadas se dirigió directamente hacia el desván del granero. Casi se abalanzó sobre el patrón, si bien antes insinuó sus sugerentes pretensiones utilizando las mejores artes de una mujer joven y atractiva. Al patrón le sorprendió el modo de despertarle, pero lejos de enfurecerse, aún se rió con las más sonoras carcajadas que le provocaban las constantes tentativas de la beligerante e incansable muchacha.

     -Te advierto que ni eso te va servir de nada conmigo, nena...

    Ella se puso en pie y, con mirada aviesa, lanzó su sombrero al montón de paja. Se fue desvistiendo con calma contenida, recreándose en cada pieza que amontonaba, desordenadas, entre las pacas de hierba seca. Luego, desnuda entera se tumbó sobre él y le ofreció su cuerpo hermoso, tentador... Se dejó explorar por las manos duras del patrón y, dirigiendo ella la acción, le cabalgó de un salto, salvaje y bruscamente, para de nuevo cambiar a otra posición y, sin dar tregua al descanso, volver de nuevo a cambiar a otra siquiera más excitante, sin parar el ritmo frenético de aquel movimiento perpetuo. No bien encontraban el regocijo de su placer en una postura cómoda, de inmediato ampliaban todo el caudal posible del repertorio para dar con una nueva antes no empleada, así hasta que el patrón notó llegar el fin como una explosión inmensa, de tremenda intensidad, que se liberaba a borbotones de aire, como si faltara el resuello suficiente para atrapar de nuevo la vida...

    -Vete, muchacha, es inútil... -acertó a balbucear mientras ella se arreglaba las ropas con rapidez.

   La condenada criatura marchó al galope, manejando la montura con una maestría admirable para una mujer. Sí, y bien que le había cabalgado la pícara inocentona... Casi adormilado entre la hierba seca, no consiguió esta vez sonreir al evocar su recuerdo. No lograba entender por qué hizo aquello si estaba advertida, si ya sabía que no iba a sacar nada...

 


*"Es Una Colección de Cuadernos Con Corazón", (c) Luis Tamargo.-

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VECINOS LEJANOS

VECINOS LEJANOS


Fue una mañana en la playa, durante sus vacaciones, que sintió aquella extraña pulsación en los dedos de la mano. Recordaba con intensidad aquella primera vez, incluso levantó la toalla para observar si debajo se hallaba algo que pudiera haberse movido, pues tal fue la sensación al principio. Era un breve latido, primero intermitente, que causaba la impresión de tener la mano dormida ni siquiera tenía dominio sobre el movimiento. No quiso darlo importancia, pensó que se trataría de algo pasajero, pero luego volvió a repetirse mientras trabajaba en la oficina. Era la mano entera que, tras un fuerte latido continuado, se quedaba flotando, inerte, como si no le perteneciera. Entonces no tuvo más remedio que contárselo a Lucy, no quería preocuparla inútilmente, pero la incómoda sensación parecía ir en aumento y ahora era el antebrazo el que latía vigorosamente dejándole anulada hasta la voluntad, tan sólo podía sentirlo.
   Por eso fue al médico, siguiendo el consejo de Lucy y también para calmar su creciente preocupación. Pero Lucy tampoco encontraba nada en apariencia anormal, tan sólo le notaba absorto en ocasiones, tal vez demasiado distante. Ella lo achacaba al exceso de trabajo en el nuevo Gabinete de abogados y a aquellos duros y largos casos que en el último año le habían ocupado todo el tiempo y atención. También el médico le dio la razón al estrés y, además, en verano resultaba normal que la tensión arterial descendiese algo más de lo habitual. Sin embargo, sus recomendaciones de beber líquido, cuidar la dieta y de moderado ejercicio no convencieron ni apaciguaron lo que ya se había convertido para él en algo más que una obsesión.
   Aquel persistente latido ya le alcanzaba todo el brazo, se queda así enajenado durante un tiempo difícil de determinar para él, no eran minutos, pero le parecían horas. Lo peor era por las noches, no podía dormir, se agarraba el brazo, intentaba masajearse el hombro para terminar por aguantárselo como si se tratara de una parte extraña a su cuerpo. No era dolor lo que le transmitía aquella intensa pulsación, le obligaba a permanecer inmóvil, podía sentir y percibir, consciente, pero sin poder decidir o hacer nada.
   Hasta que un día durante una sesión de trabajo los compañeros notaron que algo raro le sucedía, incluso el letrado tuvo que suspender la vista judicial ante su repentina indisposición. Lo llevaron al hospital y, sin perder el sentido, pudo seguir cada movimiento de los clínicos para analizar y tratar de reaccionar contra aquella anómala parálisis, aunque sin éxito. Le alarmó aún más el gesto de asombro e impotencia de los médicos, ni siquiera reaccionó con aquellas enormes inyecciones que le proporcionaron y, aunque se daba cuenta de todo, le resultaba imposible comunicarse. No sabía decir cuántos días, tal vez semanas, permaneció así ingresado, vigilado, sometido a riguroso tratamiento. El latido para entonces ya era uno con él, le abarcaba el pecho y el otro brazo y, si le hubieran preguntado y hubiera podido responder, habría manifestado que ya no le molestaba tanto, que se había casi acostumbrado...
   Pero lo que en realidad deseaba era preguntar, porque desde que lo trasladaron al zoológico su vida había dado un giro costoso de asimilar. No sólo por el tipo de comida y la sordidez de las instalaciones sino, sobre todo, por aquellos otros acompañantes que estaban con él dentro de la celda. Seis de ellos eran como él, se notaba en la mirada triste, no hacía falta que hablaran, pero los otros dos eran auténticas bestias que, con agresivos gestos, amenazantes, intimidaban al resto. Suerte que se mantenían apartados del grupo y ayudaban así a no complicar la ya de por sí delicada convivencia, por lo que se cuidaba mucho de no traspasar aquella invisible frontera.
   Una mañana pudo reconocer entre el público visitante a uno de sus jefes acompañado de una chica joven, ni era su esposa ni la amante, al menos la última que él llegó a conocer. Además, aunque hubiese podido dirigirse a él tampoco el aprecio que le dispensaba le habría animado. Sin embargo, la otra tarde vio a sus antiguos vecinos con sus cuatro hijos, todos niños y todos rubios, de un rubio brillante, de esos que llama la atención. Estaban bastante crecidos, no había vuelto a verles desde que marcharon a vivir a la costa este. No pudo evitar acordarse de Lucy y los mellizos... Uno de los pequeños rubios tiró al padre de la manga, señalándole...
-¡El gorila... está llorando, papá!
   Tras los barrotes el animal les contemplaba con cierto interés, cualquiera diría por sus rasgos que un lejano parentesco les unía...
-¡Anda, hijo, vamos...! Déjate de tonterías, mira aquellos otros...

 
 




*”Es Una Colección de Cuadernos Con Corazón”, (c) Luis Tamargo.-

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MEDIA DISTANCIA

MEDIA DISTANCIA

    La noche tiene nombre de calle en cualquier lugar del mundo y, en aquella ciudad, una tenue sombra alargada hacía las veces de guía entre un laberinto de misterios presentidos. De sus años de navegación había aprendido a mantener tenso el resorte que envuelve los recuerdos y ahora se sentía capaz de pulsar el hilo invisible que los aviva. Fue tal vez por eso, tal vez por el rastro inconfundible que el salitre proveniente del puerto dejó a su paso que penetró en la atmósfera calma de la calle, un río de luces que ascendía con sus orillas salpicadas de locales nocturnos, ávidos de otra dosis nueva de bullicio. La música de los bares salía al encuentro para invitar al instante, sin apenas transeúntes, se podía distinguir del espectáculo solo por la cadencia o lo estridente del ruido. Aventuró sus pasos tras la cortina de humo que daba la bienvenida entre sones del trópico, orquestados y rítmicos, y ocupó el lugar donde la barra se curvaba, esquivando una columna para observar mejor la pista de baile. Un tumulto de cuerpos seguía el compás -danzar era imposible- con movimientos sinuosos y, en las mesas bajas, las parejas solazaban sus conversaciones de besos y abrazos fundidos. Por segundos se caldeaba el ambiente y, a los pocos minutos, no podía evitarse formar parte de aquella vorágine frugal y embaucadora de atractivas promesas a cual más tentadora. Bellas mujeres paseaban su estilizada figura en busca del galán perdido, otras esperaban y, mientras, soñaban con lo que hablar, incluso con bailar. Ellos en grupo, apostando atrevimientos sin conseguir desafiar su naturalidad, porque era su fiesta de alcohol, otra de tantas, voces, griterío, salto, contorsión... En la esquina una guapa muchacha lloraba el asedio, corridos los ojos, hasta que una amiga llegaba al rescate y ambas huían hacia el aseo con el gesto acostumbrado de la diversión maltratada. No tardaron en acercarse, no pudo observar si salieron del mismo nudo del tumulto o si, a modo de espejismo calculado, coordinaron su cómplice estrategia, pero enseguida supo que venían hacia él... Tampoco le pasó desapercibido el aroma perfumado de sus hermosos cuerpos mientras coqueteaban con el acicalado joven que tenía al lado, junto al mostrador, algo amanerado quizás o, al menos, también eso le pareció a él. Ante la dificultad por escucharse los tres optaron por alejarse de los altavoces hacia el fondo, al amparo de la penumbra. Luego, cuando parecía que la melodía iba a reemplazar el halo embriagador impuesto por el ritmo, le distrajo el forcejeo dentro de la pista, un par de mozos de seguridad se abrieron paso hasta el lugar de la pelea, gritos, chillidos, alguno histérico, y puños en alto que ensanchaban más aún el escenario del incidente, casi anunciando el final obligado de la velada.

   En la calle le pareció vislumbrar el rostro de alguien conocido, pero al fijarse con más detenimiento comprobó el desliz de su intuición. En otros viajes aquel sexto sentido le había servido de gran utilidad para conocer nuevas gentes y vivir originales experiencias, inusuales y arriesgadas incluso, pero ahora era un veterano que no buscaba nada, casi se conformaba tan sólo con vagar y respirar junto al deleite mismo de la aventura. Todo en aquella empinada cuesta le resultaba demasiado familiar y encaró las escalerillas que por una transversal abandonaban la iluminación de la calle. Cada peldaño, cada rincón, cada paso que daba era el mismo camino de siempre, cada fachada, cada balcón parecían hablarle, contarle secretas confidencias de otro tiempo... Él también reconoció el portal, la madera arañada del posamanos en el rellano de la escalera, los marmóreos escalones de bordes desgastados, de tantas idas y venidas, las macetas descoloridas del descansillo y el olor a vegetal, denso. Giró despacio la manecilla al abrir y entró en silencio, intentando evitar el tablón flojo del pasillo que rechinaba. Pasó de puntillas delante de la habitación de los niños como si todavía durmiesen ahí, como si no tuvieran ya su propia casa. Antes de entrar al dormitorio se acercó al despacho y posó la chaqueta doblada sobre la silla y, durante breves instantes, contempló la foto de la jubilación y la placa que le regalaron en la despedida... Luego, entró al cuarto donde dormía su esposa, se desvistió y, sentado en la cama, se descalzó para acostarse con cuidado de no despertarla, aunque ella ya le había sentido llegar. Ella sabía que después de tanto trabajar le gustaba darse un garbeo y, sobre todo ahora, después de toda una vida de viajes se conformaba con sentirse cerca del lugar que amaba. Ella sabía que le gustaba acercarse a visitar la calle donde nació. Era su viaje de media distancia, el único que le quedaba.


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 *”Es una Colección de Cuadernos con Corazón”, de Luis Tamargo.-

 

 

C A U T I V O S

C A U T I V O S

    Ya no podían recordar el fragor de la batalla. Habían pasado a engrosar las filas del bando de las víctimas desconocidas. Los trasladaron desde aquel gran campo donde habían estado concentrados, pero sin aparente mejora de las condiciones a que antes fueron sometidos. Si allí la suerte se dirimía en base a un fortuíto azar, ignorado por los encerrados, aquí la situación no variaba en conjunto sino que incluso se añadían severas complicaciones que imposibilitaban mantener una moral digna en el transcurrir cotidiano. En su penoso cautiverio había visto desaparecer multitud de compañeros de celda y, ahora, compartía el apretado espacio del nuevo lugar con varios de ellos, algunos dañados ya por la tortura y la extorsión continua. La única luz que inundaba el recinto provenía del amplio portón tras el que eran custodiados. El momento en que se abría era el más temido y, aunque solidarios en su temeroso penar, cada uno se estremecía ante la inminencia del final cercano. Esta vez, apareció el fiero guardián de enormes facciones y rostro barbudo, sus manos gordas y fuertes empujaron fuera de la celda a uno de los más jóvenes. Los demás respiraron sudorosos, agolpados en la oscuridad y, en silencio, se preguntaban cuánto tardaría en regresar o cuándo llegaría su turno. Todos tenían una historia detrás suyo aparte de aquel código de barras que les marcaba la espalda. Si alguna vez conocieron tiempos mejores tampoco ahora ninguno lo recordaba, pues la vida les pendía de un inseguro hilo, tan débil que para otro tipo de seres ésta ni existía ni merecía consideración. 

   Cuando se abrió de nuevo el portón principal contuvieron el aliento. El joven compañero regresó más delgado y desmejorado, su aspecto debilitado daba lástima y, exhausto, se lamentó del maltrato sufrido. Los demás cruzaban miradas entre sí, inútiles ante el suplicio, incapaces de tomar una determinación que resolviera su encarcelado futuro. No sucumbir al derrumbe psicológico que representaba este constante fluir de atropellos se había convertido en el objetivo victorioso de la supervivencia...

-...Resistir es vencer.-, le oyó al compañero de al lado. 

   Lo había oído tantas veces que ya no encontraba consuelo en la desgracia ajena, sobre todo cuando le tocó el turno a él. Entonces era diferente, entonces hasta sobraban las palabras, no sobraban los lamentos porque nada había capaz de acallarlos. Ahora ya sabía que volvería a repetir la fatal experiencia, que se sucederían las dudas e inquietudes a cada instante y que, en un lento suceder de miedos y castigos, acabaría extinguiéndose su mísero encierro sin opción a plantear oposición alguna. Mientras tanto, hasta que sus fuerzas quedaran mermadas, pagaba la novatada de los comienzos y llevado por el fragor de la circunstancia en ardiente mitin frente a los compañeros cautivos, amenazaba con salir de allí algún día y dar a conocer los hechos... Sin embargo, al día siguiente volvieron a sacarlo de la celda y su cabeza calva fue restregada hasta desgastarse en la axila velluda del guardián...

-Llegará el día en que mi mensaje se expanderá a los cuatro vientos!- susurró a su regreso... 

   El agua de colonia y el dentífrico suspiraron resignados ante los improperios del desodorante que hundía sus penas en la oscuridad de la celda, mientras el resto de sus compañeros le disculpaban.

 

*"Es Una Colección de Cuadernos Con Corazón", (c) Luis Tamargo.-

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